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Nota publicada el 26 / 04 / 2024

Resentimiento y neoliberalismo

Cuando las clases medias tambalean y sienten vértigo de caer abruptamente por la escalera social, perdiendo estatus, apuntan con su odio hacia todos lados, serruchando la rama donde se encuentran sentados.

Por Esteban Rodríguez Alzueta (*)

La clase social no es un dato objetivo sino también subjetivo, lo importante no es dónde estoy parado sino, sobre todo, dónde me veo o imagino que lo estoy. La clase media es la perpetua aspiración de la clase media. Las clases medias, en plural, miran hacia arriba pero también para abajo, hacia los grupos excluidos; quieren lo que no tienen, pero temen dejar de tener lo que consiguieron y creen que se lo ganaron merecidamente de una vez y para siempre.

En nuestra nota anterior hablamos del miedo al desclasamiento de las clases medias en general. Un miedo que viene envuelto a otras pasiones bajas, vaya por caso el odio y la ira, pero también el asco, la amargura, el rencor, los celos, el desprecio, la envidia y el resentimiento. Es muy difícil saber dónde termina el resentimiento y empieza el odio o la envidia. Son sentimientos entreverados, primos cercanos. De hecho, el resentimiento es una manera de cultivar el odio, pero también de abonar la ira y la venganza. El resentimiento es el mejor invernáculo antidemocrático. En este ensayo quisiera demorarme en el papel que desempeña el resentimiento en todos aquellos que sienten vértigo cuando el edificio donde se encuentran haciendo equilibrio tambalea y temen caer o descender abruptamente por la escalera social, perdiendo el estatus social asociado a su capacidad de consumo y expectativa de éxito social. 

Una sensibilidad rastrera e irritada 

El resentimiento no es patrimonio de las clases medias, también lo podemos encontrar entre los ricos y los más pobres. El resentimiento, como el odio, es interclasista. Sin embargo, es acá -en las clases medias- donde encuentra su mejor hábitat para reproducirse y extenderse hacia el resto de la sociedad. Por eso pensamos que el resentimiento tiene un destacado futuro por delante.  

Nietzsche decía que los resentimientos son como las violetas, no se dejan ver fácilmente. Para ver su floración hay que tirarse al piso y arrastrase en cuatro patas. El resentimiento está hecho de pasiones bajas que no pueden digerirse, eventos que pesan y no quieren dejarse atrás, sobre los que hay que volver a pasar, sentirlos otra vez para revivir las frustraciones, pero también los miedos y odios que vamos depositando en ellos, y regamos todos los días un poco, para mantenerse en guardia y, sobre todo, para estar preparado, anímicamente hablando, cuando haya que devolver el golpe.  

Pero entre la venganza y el resentimiento hay un trecho. Los resentidos no actúan, reaccionan; no dialogan, agitan; no protestan, despotrican o se quejan en voz baja, puertas adentro; no negocian, se abroquelan, no son personas abiertas, sino muy supersticiosas, conspiranoides. Es una emoción pasiva pero también una fuente constante de malentendidos toda vez que, al no saber discernir una cosa de la otra, al mezclarlo todo, va borrando las escalas hasta confundir la realidad con su imaginación ampulosa. El resentimiento roe, nos clava y entierra, nos impide proyectarnos hacia delante. Nos ata al pasado. Los resentidos no olvidan nunca, permanecen aferrados a los hechos que lo marcaron. 

Según Éric Sadin, el resentimiento puede ser de dos tipos. Uno, que se produce a partir de fenómenos colectivos, que está hecho de insatisfacciones difusas y opera como una denuncia de las dificultades cotidianas que viven un gran número de personas. Y el otro que sería de naturaleza estrictamente individual, íntima y solitaria, “porque es experimentado por las subjetividades no sólo desde el fondo de sus desilusiones y de sus sufrimientos, sino como si estuviera todavía en correlación directa con un momento de la historia que soportó, década tras década, múltiples experiencias de decepción”. La novedad hoy día -agrega Sadin- es que el resentimiento personal, a la vez aislado y extremo, se siente en una amplia escala, hasta convertirse en el espíritu de la época que averiguamos en la irritación permanente.      

Resentimiento y capitalismo

El resentimiento es una pieza clave de la estructura emocional de las democracias capitalistas. Para Eva Illouz, esto está provocado por “la pérdida de poder, real o imaginaria, una pérdida más inaceptable en cuanto coexiste con normas de igualdad”. Por eso, sociedades con un alto grado de igualdad jurídica, pero con mecanismos de igualdad social descendente o estancamiento social, suelen ser propensas al resentimiento. 

Dicho en otras palabras: el abismo entre la igualdad de derechos y la desigualdad de condiciones, entre las promesas jurídicas de igualdad y las inconmensurabilidades reales y efectivas, pero también las combinaciones entre las desigualdades individuales y aspiraciones de igualdad, hacen del deseo de equiparación y comparación, constantemente provocado y constantemente frustrado, una fuente de resentimiento. Las comparaciones son odiosas, generan envidia, celos, y resienten a las personas. Cuando la competencia y las comparaciones con los demás se vuelven características prevalentes de las relaciones sociales, es probable que el resentimiento sea más fuerte. 

También para Joseph Vogl existe una vinculación entre el resentimiento de las clases medias y la reproducción capitalista. Me explico: El capitalismo resiente a los individuos, pero al hacerlo, los vuelve cada vez más impotentes. Para que el capital pueda reproducirse necesita instalar el resentimiento en el centro de la vida cotidiana, esto es, en el living de cada casa, en el puesto de trabajo, en la cola del banco. El resentimiento desactiva la vida democrática, desautoriza el espacio público y los debates colectivos. 

Los resentidos no solo se tornan disfuncionales sino poco sociables, compensan la amargura con el consumo encantado y emotivo. La gente tomada por el resentimiento son personas cada vez más solitarias, enclaustradas entre cuatro paredes que se la pasan ladrando frente al televisor o en las redes sociales. No quieren desactivar el odio que crece lentamente, ni dejar atrás las frustraciones. Les cuesta olvidar el pasado reciente, porque no forman parte de ninguna experiencia colectiva que desarrolle otras energías y el espíritu alegre.   

No es casual -agrega Mark Fisher- que el resentimiento sea la “fuerza motriz de la reacción”. El resentimiento es el motor-psico del mercado. Allí donde caló hondo el neoliberalismo vemos florecer al resentimiento. El resentimiento es la contracara del mandato de felicidad que impone el mercado. Pero también es el mejor antídoto contra la depresión. Donde hay odio o resentimiento, puede que haya seres estresados, pero no habrá depresión. Lo digo con las palabras de Miguel Benasayag: “El odio es el mayor medicamento ansiolítico. Cuando tenés odio no tenés más ansiedad y el mundo se ordena, porque te polariza. Está todo bien porque tenés un enemigo”.

Resentimiento y luchas antisolidarias

El resentimiento moviliza a las personas unas contra otras. No será una reedición de la lucha de clases sino todo lo contrario: una jungla donde impera la rumia y la desconfianza. El resentimiento es una manera de volver a las personas contra sí mismas, desviarlas contra aquellos que están al lado nuestro o muy cerca. Y esto es así porque el resentimiento, dice Fisher, es una forma de anticonciencia y antisolidaridad. 

El resentimiento es multidireccional: ya no fluye hacia arriba sino también hacia abajo, pero también hacia los costados. Por ejemplo, cuando las clases medias con aspiración temen perder sus privilegios (ya no pueden viajar por el mundo o irse de vacaciones, no pueden cambiar regularmente el auto y los celulares de toda la familia, salir a los fines de semana, llevar los hijos a una escuela privada, renovar el placar en cada temporada, ir al próximo festival de música), es muy común encontrarlas refunfuñando contra el prójimo. Apuntan con un dedo acusador a las elites y la dirigencia política, a los profesionales y los intelectuales, pero también hacia los pobres, que sienten que no merecen atención y que son injustamente favorecidos. No les interesa que todos tengan lo mismo o todos reciban más, les preocupa que otros reciban lo que debería ser para ellos. No hay conciencia de clase en su irritación. La artimaña del resentimiento es creer que la culpa es siempre de los otros, jamás propia. Hay una negación de responsabilidad, una delegación sobre el resto del mundo.   

Ahora bien, no están solos en esta empresa sino acompañados por algunas fuerzas políticas reaccionarias que hicieron del resentimiento un punto de apoyo para interpelar y darle manija a estos sectores. Hay aquí una alianza tóxica que conviene no subestimar. Dicho de otra manera: La clase media degradada no culpara al capitalismo financiero de la volatilidad económica que socava su pérdida de estatus y privilegios, que trocha el acceso a la felicidad. Tampoco a sus representantes o a los expertos en finanzas. Más bien, transpondrá la culpa a quienes critican ese mismo sistema, sean los profesionales, intelectuales, o referentes de los movimientos sociales. 

Resentimiento y victimismo

Se entiende, entonces, la tesis de Eric Fassin, cuando sostiene que el resentimiento es la emoción que cultivan las personas que sienten que hay otras personas que están gozando en su lugar, y “si yo no gozo es por su culpa, pero esa rabia impotente se convierte en goce”. Así de retorcido puede ser el resentimiento. Siempre son los otros los que gozan en su lugar, pero al mismo tiempo, paradójicamente, garantizan su goce puesto que le permiten exhibirse como una víctima, un loser. Ese será su consuelo, la manera de legitimar su lugar en el mundo, de esconder el odio y la envidia, pero también el espíritu de revancha que macera al interior del resentimiento. “Una cosa es definirse temporariamente como víctimas, y otra cosa -agrega Cynthia Fleury- consolidar una identidad exclusivamente a partir de ese dato.” Sentirse ofendido, humillado, impotente, produce en principio un repliegue sobre sí mismo. 

Una víctima es una estatua de sal que oxida las relaciones sociales. Cuando el victimismo es la manera de estar en la sociedad, el resentimiento se convierte en su mejor energía negativa. Como dijo Tamar Pitch: ya no hay oprimidos sino víctimas que pelean entre ellas para ser merecedoras de nuestra atención y compasión. Las víctimas, sobre todo las eternas víctimas, aquellas que no pueden organizarse o hicieron de la organización un grupo de autoayuda, suelen estar tomadas por el resentimiento, y necesitan pasar una y otra vez por los hechos que la marcaron, porque su tarea (la tramitación de una sanción) dependerá de la memoria que tengan. Compensan la ausencia de justicia con la memoria donde se guarda la sentencia moral. De modo que el castigo moral dependerá de su capacidad para recordar, para sentir los hechos otra vez. 

En definitiva, el apoliticismo de las clases medias en general y las víctimas en particular suele ser una forma de disimular el resentimiento. Su indiferencia es una forma de acumular el odio que luego necesitarán para pasar a la acción, y transformarlo en escrache, linchamiento, justicia por mano propia, magnicidio, o un voto a Milei. Una manera de arrastrarnos a todos en la cuesta abajo, de inscribirnos a todos en el fracaso. 

(*) Docente e investigador de la Universidad Nacional de Quilmes y la Universidad Nacional de La Plata. Profesor de sociología del delito en la Especialización y Maestría en Criminología de la UNQ. Director del LESyC y la revista Cuestiones Criminales. Autor, entre otros libros, de Temor y control; La máquina de la inseguridad; Vecinocracia: olfato social y linchamientos,Yuta: el verdugueo policial desde la perspectiva juvenil,Prudencialismo: el gobierno de la prevención; La vejez oculta y Desarmar al pibe chorro.

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