Por Carlos Del Frade (Pelota de trapo)
(APe) «Hablar de soberanía atrasa cincuenta años», dijo el ex gobernador de la provincia de Santa Fe, el socialista Miguel Lifchitz, ahora presidente de la Cámara de Diputadas y Diputados del segundo Estado de la Argentina. Inauguraba un conversatorio sobre la hidrovía, acompañado por sectores de la producción de diferentes provincias argentinas.
Es curioso el peso de la colonización mental en el lenguaje de las argentinas y los argentinos.
La hidrovía, término economicista y empresarial, es, en realidad, el río Paraná.
El 30 de abril vence, en realidad, la concesión para dragar y balizar las aguas marrones del pariente del mar por donde sale el 75 por ciento de las exportaciones argentinas que casi nada dejan para las familias argentinas.
Recuperar el Paraná es fundamental para saber que todavía existe una esperanza de levantar “una nueva y gloriosa nación sobre la faz de la Tierra”, como alguna vez imaginara aquel pibe de veinticinco años que escribió el himno, Vicente López y Planes.
No hay ni en Estados Unidos, ni en Francia, ni en Gran Bretaña ni en Alemania negocio alguno que se parezca. Sus ríos pertenecen al Estado nacional aunque sean los abanderados del sistema capitalista. Ni se les ocurre entregar la soberanía sobre el curso de agua que lleva la mayor parte de la producción de su gente a manos extranjeras. Pero aquí, como en los noventa, pensar en términos de soberanía es ser viejo, anticuado y estúpido.
Algo así le habrán dicho a San Martín cuando el guaraní hizo lo imposible: cruzar las montañas más altas del mundo con un grupo de cinco mil muchachos de menos de veinticinco años para soñar una Patria Grande, no un negocio grande.
Lo cierto es que el Paraná como la mayoría de los puertos sobre el Mar “Argentino” están en manos de multinacionales pero este año el gobierno nacional tiene la posibilidad de recuperarlos a favor de las grandes mayorías y no en beneficio de las minorías de siempre.
Menem, en realidad, no murió
El menemismo sigue vivo en dirigentes de todas las grandes fuerzas políticas que fueron y son gobierno en el país y las provincias, al mismo tiempo que la incómoda y antipática idea de la soberanía también sigue viva en diferentes sectores de la población de la Argentina saqueada.
Discutir la renovación de la concesión del dragado y balizamiento del río Paraná es tomar conciencia de la vieja guerra por el dominio de los bienes comunes de nuestro pueblo.
Hay postales para pensar esa guerra del Paraná que emerge en estos días cuando el presidente de la Nación, el indeciso y honesto Alberto Fernández, inaugure el llamado, pomposamente, Consejo Federal de la Hidrovía.
La Vuelta de Obligado
Lo volvemos a contar porque creemos en la necesidad de repensar esa historia que anida en el interior de cada una de las personas que vivimos en estos arrabales del mundo.
El billete de 20 pesos refleja el combate de la Vuelta de Obligado.
No está mal.
El heroísmo de las cadenas, la resistencia ante las principales potencias del mundo de entonces, Francia e Inglaterra y la dignidad de un pueblo perdido que demuestra su dignidad.
Sin embargo se perdió. Los ingleses y los franceses pasaron. Cortaron las cadenas y avanzaron por los ríos interiores.
En pleno siglo veintiuno, el símbolo que es sinónimo de soberanía recuerda, todos los días, que semejante gesto equivale a una derrota.
Sin embargo, aquella guerra del Paraná continuó. El pueblo argentino no se rindió. Y siguió habiendo peleas, combates y escaramuzas.
Hasta que un día, en estos desolados confines del mundo, donde la civilización solamente era una palabra que nunca parecía nutrirse de realidad, el 4 de junio de 1846, en Punta Quebracho, sur de la provincia de Santa Fe, los paisanos les ganaron a los poderosos invasores.
La cruz y la placa
En el exacto lugar de la contienda, una maravillosa terraza cósmica que dibuja el Paraná a la altura de Puerto General San Martín, se levanta hoy la multinacional Cargill que llega a facturar 9 mil dólares por minuto y no paga impuestos provinciales. Aunque hay una cruz y una placa que nada dice, ese punto del mapa argentino fue –alguna vez- monumento nacional. En los papeles sigue siéndolo. El problema es que corrieron de lugar ese mojón. Le molestaba a la empresa estadounidense.
El viejo Heráclito, en Éfeso, hacia el siglo quinto antes de Cristo, sostuvo que nadie se baña dos veces en las aguas del mismo río. Quería reflejar el continuo cambio de la realidad. El movimiento como eje del universo. Fuego que se prende y se apaga de manera constante. Eso decía aquel filósofo caratulado como un presocrático, según la historia del pensamiento occidental.
Uno tiene la sensación que efectivamente Heráclito tiene razón. Las aguas de los ríos nunca son las mismas.
Pero ese curso de agua que desemboca en el mar también es portador de la memoria del pueblo o los pueblos que crecieron, amaron y sufrieron en sus barrancas o en sus orillas.
Es cierto que las aguas nunca son las mismas, pero sobre las costas y barrancas del Paraná hay algo que no cambia: la decisión de un pueblo de enfrentar a los mandamás del planeta para expresar que no quieren resignarse a vivir pidiendo permiso sino que eligen la libertad de construir sus propios sueños y convertirlos en realidad de acuerdo a sus proyectos y no según las imposiciones de afuera.
El Paraná, por lo tanto, es un río que tiene un claro mandato de libertad y soberanía, de dignidad y resistencia, de esperanza y futuro.
Porque más allá de lo que digan los importantes empresarios, políticos y otros tantos que desprecian la palabra soberanía, recuperar el dominio del Paraná podría significar, nada más y nada menos, que la posibilidad de reparar tanta desigualdad planificada, tanto dolor que proviene de las armas y drogas que bajan de esas terminales portuarias donde los controles casi no existen.
Por eso no es el negocio de la hidrovía lo que está en juego, es la recuperación del Paraná para que nuestras hijas y nuestros hijos tengan una nueva oportunidad sobre esta cápsula espacial llamada planeta Tierra.