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Nota publicada el 23 / 02 / 2023

Justicias pánicas y avance punitivista

Hace unas semanas se conoció la sentencia por el homicidio a Fernando Báez Sosa. Cinco jóvenes fueron condenados con penas a prisión perpetua y otros tres a 15 años de prisión. Una sentencia festejada por gran parte de la sociedad, cargada de discusiones que exceden a la justicia, pero que se plegó a la vox populi tramada por la justicia mediática que reclamaba una pena severa y ejemplificadora, que pedía que la sentencia estuviera a la altura de la violencia que usaron los jóvenes, que reparase el dolor de la familia con un dolor semejante. Una sentencia que, para ser perfecta, debería completarse con la justicia tumbera, fálica, hecha con la misma testosterona y violencia que les reprochan a estos jóvenes.

Por Esteban Rodríguez Alzueta (*)

Ilustración: Diego Fernández Barreyro, pintor y escultor

La crisis judicial: el auge de los chivos expiatorios

En las últimas décadas hemos asistido a la expansión de las formas de “justicia popular” que desafían abiertamente a la justicia estatal. Linchamientos y tentativas de linchamientos, vindicaciones, escraches, quemas y destrozamientos de viviendas con la posterior deportación de familias enteras de los barrios, saqueos colectivos, desalojos vecinales forzosos, lapidación a policías e intentos de tomas de comisarías, difamaciones en las redes sociales. Todas estas violencias vecinales son acciones colectivas punitivas que en algunos casos intentan reponer los umbrales de tolerancia en los barrios y en otros constituyen modos de amedrentamiento, formas disruptivas para tramitar o expresar determinadas situaciones conflictivas. 

El telón de fondo de estas violencias punitivas es la crisis judicial, esto es, la desconfianza de la sociedad hacia la justicia gestionada por los tribunales oficiales, la incapacidad del Estado para componer un orden. Una desconfianza que, por un lado, está vinculada a las sospechas que tiene la ciudadanía sobre la justicia, un poder lleno de privilegios, con salarios altísimos, que está para reproducir las desigualdades sociales. Tramitar un problema en la justicia no sale gratis, es muy caro. Y por el otro, con la propia incapacidad y la indolencia de la justicia a la hora de canalizar gran parte de los problemas que tiene la sociedad. Si la gente no puede acceder a la justicia, si la justicia nunca llega y cuando llega es tarde o muy tarde, y encima la sentencia que escribió no se entiende, es confusa, contradictoria, entonces, la sociedad no solo buscará otras cajas de resonancia para manifestar sus problemas y ensayar un veredicto moral que compita y presione a la justicia que administran los tribunales, sino que, muchas veces, estará dispuesta a tomar las cosas por mano propia. Se sabe: “si no hay justicia hay escrache”, “si no hay gatillo policial habrá linchamiento vecinal”. En las protestas sociales punitivas no está solamente en juego la justicia sino la seguridad, es decir, la reposición de umbrales de tolerancia que le agreguen certidumbre a la vida cotidiana.   

Lo que llama la atención hoy día es que tanto la justicia vecinal, como la justicia mediática y la justicia estatal, se acoplan y apalancan, empiezan a trabajar en conjunto en torno a determinados acontecimientos que conmocionaron a la opinión pública protagonizados por individuos que serán referenciados en todas estas instancias como monstruos, personas que serán despojadas de su condición de humanidad, degradados moralmente, para luego ser amonestados sin culpa con la pena más larga o más dura que se pueda, venga de donde venga. Una suerte de patota justiciera hecha con el resentimiento que todos nosotros que fuimos depositando en el odio. Una justicia pánica, exagerada, con sentencias desproporcionadas, que convierte a cada imputado en un chivo expiatorio. Un sacrificio que ya no está para detener la violencia sino para que todos nosotros podamos hacer catarsis social, soltar la presión que el odio acumulados va metiendo a la vida cotidiana.  

Pero ese tándem judicial no está hecho de razones sino de pasiones bajas, de espíritu de revancha. El cuerpo de la persona que se ajusticia es la superficie donde se inscribirá un mensaje destinado al resto de la sociedad. Las sentencias quieren ser ejemplificativas y los castigos simbólicos. Se cree que, expiando a una persona o sacándola de circulación para siempre, sea con una paliza, una bala en la cabeza, una perpetua, evitarán que otras personas sigan el mismo derrotero. Por eso las consignas que todos leemos en el cuerpo sentenciado siguen siendo las mismas: “uno menos”, “estos no joden más”, “que se pudran en la cárcel”, “el que mata tiene que morir”, “el próximo podés ser vos”. 

Pero no hay que adjudicarle toda la dureza (las manos duras) o severidad (las penas largas o preventivas) al odio social. Mucho menos al autoritarismo remanente que continúa agazapado en algunos sectores de la sociedad. El odio se guarda cuando la gente se siente desprotegida, el odio no puede desactivarse cuando el Estado o sus agencias y los partidos que lo integran está cada vez más lejos de la gente, un odio que estará a disposición para luego ser movilizado por la demagogia política o judicial.       

La tentación autoritaria: agenda punitiva 

Las perpetuas siguen siendo una excepción hoy día en el sistema judicial argentino. Al revés de lo que sucede en otros países, como en muchos estados de los EE.UU., donde la tendencia es pasar “pocas veces pero mucho tiempo”, en el país la tendencia es la inversa: “pasar muchas veces pero poco tiempo”. Por eso la estancia de casi la totalidad de personas privadas de libertad no se extiende más allá de los diez años, y por eso la mitad de las personas detenidas lo están con prisión preventiva, es decir, estarán mucho menos de diez años. Esto no significa que la cárcel sea una puerta giratoria. Una persona que quedó en el radar del sistema penal no solo tiene más chances de esperar el proceso tras las rejas sino de volver a pasar unas cuantas veces por distintos espacios de encierro. No hay que apresurarse a cargar la reincidencia a la cuenta de las trayectorias delictivas sino a las burocracias estatales que suelen ensañarse con determinados actores por el solo hecho de tener determinadas características sociales.  

Sin embargo, hay razones para estar preocupados por esta sentencia. Hay que leer la perpetua dispuesta el tribunal de Dolores al lado de los pedidos de penas más duras que se escucharon en las semanas previas al veredicto (“Justicia es perpetua”); al lado del aumento de las acciones colectivas violentas y punitivas protagonizadas por los vecinos (linchamientos, escraches, destrozamientos y quemas de vivienda, etc.); al lado de la pirotecnia verbal de muchos ministros de seguridad progresistas que suelen posar con armas de fuego; al lado del auge del victimismo que suele desplazar a los expertos en el debate de ideas; de la difamación pública a través de las redes sociales y esa cloaca que conocemos con el nombre de “comentarios de los lectores”, “llamado de los oyentes”; al lado de las consignas manoduristas que enarbolan algunos candidatos de la oposición en este año electoral (“La fuerza es el cambio”); al lado de los pedidos de aumentos de penas presentados en el Congreso; al lado de los reclamos para implicar al Ejército en la lucha contra el “terrorismo mapuche” o la “guerras contra el narcotráfico”; del aumento de facultades discrecionales a las policías para detener y cachear a las personas que ellas referencias como sospechosas; al lado del aumento constante del presupuesto destinado a seguridad para comprar más patrulleros, más armas, más carros hidrantes, para que haya más policías en las calles; y, por su puesto, al lado de la politización de una justicia que administra los reproches en tándem con la gran prensa. Todas estas acciones construyen una agenda punitiva que se propone reponer un orden social, aun a costa de sacrificar los derechos conquistados en todos estos años. 

Una tendencia punitiva, entonces, que viene por arriba pero también por abajo, que llega con la demagogia política y judicial, pero también con la movilización social de las pasiones bajas, con las protestas punitivas de la vecinocracia. En sociedades vertebradas a través de los transmedia, que arrastran una crisis de representación de larga duración y cada vez más desiguales, el punitivismo sigue siendo un incentivo no solo para captar la atención del descontento social, sino para transformar el odio en un insumo político que permita remar la crisis de confianza que atraviesan las instituciones. Una tentación, está vista, que no es patrimonio de las derechas. También muchos sectores progresistas suelen ir a pastar a estas agendas. 

De la impotencia antipolítica a la potencia política

No hay que hacerse demasiadas ilusiones con una sentencia judicial, por más grandilocuente sea esta. No existen tampoco las penas ejemplificativas y prueba de ello son las prisiones que tenemos: cada vez están más repletas de presos y sin embargo cada vez hay más delitos, o los delitos que tanto nos preocupan no disminuyen. Las sentencias, largas o cortas, no tienen capacidad para detener los delitos y las trayectorias criminales. Al contrario, es otro factor que recrea las condiciones para que aquellos se reproduzcan. Los hábitos sociales no se van a desandar con una sentencia, por más oportuna y severa sea ésta. La severidad solo alimenta el resentimiento y el espíritu de revancha que vamos depositando en el odio. 

Con todo, la severidad reflejada en la prisión perpetua contra estos jóvenes, es la expresión del populismo punitivo que comulga y alienta la gran prensa en consonancia con gran parte de la opinión pública. Una sentencia sobre la que se recuestan muchos sectores de la dirigencia que hace política con la desgracia ajena, manipulando el dolor ajeno.  

Las penas perpetuas son el residuo de otra época, una sentencia excepcional, pero que pueden contribuir, en este contexto de polarización política, a hacernos retroceder las cosas unos cuantos casilleros. La severidad continúa poniendo a la democracia en lugares cada vez más difíciles.  

En la severidad, la justicia deja de ser justicia y se confunde con la venganza social. Una revancha que, por el momento, está hecha de mucha impotencia antipolítica. A través de la perpetua la ciudadanía expresa su disconformidad en general. Por eso cabe hacerse la siguiente pregunta: ¿qué pasaría si esta disconformidad se transforma en una potencia política, encuentra canales políticos y una partitura institucional para ejercerse?  

(*) Docente e investigador de la Universidad Nacional de Quilmes y la Universidad Nacional de La Plata. Director del LESyC y la revista Cuestiones Criminales. Autor entre otros libros de Justicia mediática; Temor y control; La máquina de la inseguridad; Vecinocracia: olfato social y linchamientos; Yuta: el verdugueo policial desde la perspectiva juvenil y Prudencialismo: el gobierno de la prevención. 

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