Sobre el fracaso de la política, la expansión de las pasiones bajas entre un electorado decepcionado y el ascenso de las derechas populistas.
Por Esteban Rodríguez Alzueta*
¿Por qué el odio y el sufrimiento tienen tanta prensa y eco en las redes sociales? ¿Por qué la indignación se ha convertido en la manera de estar en el espacio público? ¿Por qué invertimos tanto tiempo en el odio? ¿Por qué tantas situaciones diarias en las que nos vemos envueltos, las vivimos con sufrimiento, despiertan odio, son habladas abiertamente con resentimiento, amargura, o ira? ¿Qué está pasando acá?
Las respuestas a semejantes preguntas no son sencillas, necesitan unos cuantos rodeos. En este artículo me gustaría detener en uno de ellos que nos lleva a la política y dejar para la próxima nota el otro que nos conduce a los expertos. Para ponerlo con otras preguntas: ¿Por qué los políticos generan tanto rechazo? ¿Por qué los tecnócratas atraen tanta animadversión?
El fracaso de la política profesional
Las pasiones siempre fueron un insumo de los partidos y movimientos políticos, sobre todo cuando la política se masificó o democratizó. Sin embargo, hoy día las pasiones constituyen un ataque a la política, pero también, una manera de embestir al otro (a través del odio) o descalificarlo (a través del sufrimiento).
Tal vez la expansión de las pasiones bajas como el odio o la ira, haya que buscarla en el fracaso de la política. Cuando decimos fracaso estamos hablando de la incapacidad de la política para conectar y hablar los problemas de las mayorías, pero también en la incapacidad para escuchar los problemas de las minorías; el fracaso de la política para agregar los problemas de los otros, en plural, la incapacidad persistente de la política para ponerse en el lugar del otro o pensar de manera ampliada, es decir, el fracaso de la política para comenzar otra vez. El odio, entonces, está hecho de desilusión, decepción, desengaño.
La política no está cambiando la vida de estas personas, y si lo hace es regresivamente: cada vez viven peor o sienten que viven peor. Es decir, no sienten que la política tenga muchos efectos sobre sus vidas. Mientras tanto los políticos tienen grandes dificultades para justificar sus privilegios.
Entonces, cuando los representantes no pueden o no quieren representar, es decir, cuando la gente común y corriente no se siente tenida en cuenta, tarde o temprano, perderá la paciencia y van a irrumpir las pasiones bajas.
Hablo de una crisis de representación de larga duración, que se viene acumulando desde hace unas cuantas décadas o generaciones. Una crisis de representación que, como nos enseñó Gramsci, es una crisis de confianza o dirección. La clase dirigente tiene cada vez más dificultades para ganarse el consentimiento de los sectores subalternos o ese consentimiento es volátil, o tiene una fecha de vencimiento cada vez más próxima.
Ahora bien, la gente no solo desconfía de la política en general sino de las instituciones del Estado y sus funcionarios: no se siente cuidada por la policía y tampoco siente que la justicia tome sus conflictos. Cuando llama al 911 la policía no aparece o tarda una hora en acudir al lugar de los hechos, y cuando finalmente lo hace, lejos de traer tranquilidad, termina echándole más leña al fuego.
Los ciudadanos saben que tienen dificultades para acceder a la justicia, la justicia no solo es cara sino indolente. Saben por experiencia propia que el poder judicial subestima sus problemas, que está muy poco dispuesta a tramitar la variopinta conflictividad social, y cuando se digna a hacerlo la sentencia tarda en llegar y se escribe en un idioma que no se entiende. Encima si los operadores judiciales, atornillados en sus cargos hasta que la muerte se los lleve, son muy antipáticos y están esperando que los problemas concurran a sus despachos en vez de bajar hacia ellos, entonces la gente empieza a tomar las cosas por mano propia. Basta mirar las protestas vecinales violentas que transmite Crónica TV todas las noches en vivo y en directo. No sólo es el único medio, sino que los policías y los fiscales o magistrados brillan por su ausencia. Los vecinos encontraron en la televisión una caja de resonancia para manifestar sus problemas y una fuente plebeya de legitimidad para organizar el reproche vecinal de manera disruptiva, sea a través de un linchamiento, la quema o destrozamiento intencionado de vivienda donde vive un abusador, la expulsión de un ocupante de una casa, el escrache de un transa o un delincuente que mantiene en vilo al barrio.
Giro sentimental de la política
Como señala el filósofo Daniel Innerarity, “vivimos en tiempos de indignación y mucha desorientación”. La distancia entre los ciudadanos y los políticos ha aumentado a medida que han ido disminuyendo las diferencias entre los partidos. Los políticos han buscado compensar (o mejor dicho, contrarrestar) la confusión política con la polarización, sin darse cuenta que la grieta tiende a agrandar la brecha entre la política y el resto de la sociedad.
Está visto que el electorado es un universo volátil e itinerante. La política se ha desideologizado y personalizado al mismo tiempo, por eso pesan más los perfiles de los candidatos que los programas de los partidos. No interesa que la verdad esté del lado de los futuros funcionarios, lo importante es que tengan el carácter y la versatilidad para matar una noticia, que no les tiemble el pulso a la hora de contener o darle un cauce a la indignación social. Cuando la velocidad es una forma de conocimiento, la prudencia será muy mala consejera. Lo importante ya no es estar a la altura, sino sincronizar las espasmódicas y caprichosas emociones que lo catapultaron al gobierno. La urgencia es la materia prima de los actos administrativos. Se trabaja para ayer y se hace gestión con la tapa de los diarios.
Vivimos en una época donde la mentira circula a cielo abierto. Ya no se sabe dónde se toman las decisiones. Se nos miente en la cara, los discursos tienen fecha de vencimiento. La política no solo se ha quedado sin ideas sino sin imaginación. Tendrá muchos patrocinadores, pero cuenta cada vez con menos seguidores. Los funcionarios engreídos no pueden salir de la dinámica del bacheo electoral. Han reemplazado el mundo de las ideas por el relato, y el debate político por la polarización política. Donde no hay debate hay relato. Un relato hecho de mucho pasado y poco futuro. Un pasado sobre el que hay que volver o dejar atrás. Un presente que, según se nos dice, hay que aceptar con resignación porque lo que viene puede ser peor, mucho peor. Si la política ha sido tomada por la mentira y el secreto, no se le puede reprochar al resto de la sociedad que derive hacia expresiones de enojo, indignación y odio.
Con todo, la política resulta cada vez más incapaz de procesar los conflictos y el descontento que genera su propia impotencia. Sobre esa desidia avanzan también las derechas.
El ascenso de las derechas populistas
El odio, la envidia, la amargura, la ira, el asco, el resentimiento, el miedo, todos estos sentimientos individuales, que alguna vez Spinoza llamó “pasiones tristes”, se han convertido en una caja de resonancia, en la manera que tiene la gente que siente que está fuera de la Historia, de entrar a ella y manifestar su rabia. Las multitudes en las calles o desperdigadas en las redes ya no pretenden representar nada, sino expresar lo que sienten: indignación, desolación, desilusión.
La gente se está alejando de la política o, mejor dicho, la está transformando en otra cosa. No sabemos muy bien en qué consistirá esa transformación, cuáles serán sus contornos definitivos. Por lo pronto sabemos que la política ya no es el lugar de los debates racionales o los intercambios argumentales organizados según determinadas reglas de juego, sino de polémicas iracundas donde la sorpresa y los golpes de efectos son las destrezas requeridas. La gente va a los sets de televisión o posa frente a las cámaras para indignarse u ofenderse, no para debatir pacientemente.
Pero insisto en este punto: no es el odio, la cultura del odio, los discursos del odio, lo que devaluó la política, lo que están poniendo a la política, y con ella a la democracia, en un lugar peligroso. El odio es la expresión de esa devaluación. Han sido los propios profesionales de la política y los expertos los que han devaluado la política a través de la mentira, las promesas insatisfechas, las teorías abstractas o inentendibles, los discursos correccionistas, los discursos posibilistas o la realpolitik, etc.
En definitiva, si los políticos se la pasan chamuyando o vendiendo humo, tomando selfies para las redes sociales, es decir, haciendo propuestas que abandonarán a los dos días de haber asumido la gestión, no pueden esperar que la población confíe en todos ellos. La gente irá en busca de aquellos actores con carácter que le reconoce y dice lo que esta quiere escuchar, atienda sus sensaciones, su indignación, enojo. La gente se ha cansado de toda la chatarra intelectual que nos llega con las encuestas, los estudios de mercado, la macroeconomía y los diagnósticos participativos, pero tampoco soporta el chantaje político que nos dice que si decimos tal cosa le hacemos el juego a la derecha, que si votamos a tal candidato después vamos a estar peor. De poco importa que esto sea cierto cuando la gente viene en caída libre.
Tanto la derechización como la abstención política son una rebelión contra el sistema representativo, una manera de desenmascarar a los representantes y sus consejeros ilustrados.
Llegados a este punto algo tiene que reventar y, de hecho, todos los días revientan las cosas un poco. El resentimiento saldrá por algún lado. El electorado que no vive en barrios residenciales y está sobreocupado con trabajos chatarras o precarios, multiempleado o desempleado, nos está diciendo a través del odio que guarda y mastica que el sistema ha fallado y está buscando por ahí un hombre o una mujer de hierro al que votar. El progresismo es incapaz de encauzar la rabia creciente en la sociedad y se entrega también a derecha soft cruzando los dedos y tratando de amortiguar las consecuencias. La derechización de las sociedades, entonces, es una forma de sentimentalidad que viene a colmar el vacío de una política que, tomada por el posibilismo político y el correccionismo cultural, ha dejado fuera de su agenda social la vida de gran parte de la sociedad.
*Docente e investigador de la Universidad Nacional de Quilmes. Profesor de sociología del delito en la Maestría en Criminología de la UNQ. Director del LESyC y la revista Cuestiones Criminales. Autor entre otros libros Vecinocracia: olfato social y linchamientos,Yuta: el verdugueo policial desde la perspectiva juvenil y Prudencialismo: el gobierno de la prevención.