Por Esteban Rodríguez Alzueta*
Ilustraciones: Diego Fernández Barreyro, pintor y escultor.
Políticas de enemistad
Cuando se piensan los gobiernos con las agendas de seguridad nos damos cuenta que cada vez existen menos diferencias entre las distintas gestiones. Cambian los gobiernos, pero permanecen las políticas de tolerancia cero; cambian los gobiernos, pero la población encerrada no ha dejado de multiplicarse en los últimos 30 años; cambian los gobiernos y siempre hay más policías en la calle.
En las últimas décadas las políticas de enemistad han ganado cada vez más terreno en el plano de la seguridad y la justicia, y desde allí se han ido extendiendo hacia otros campos, contaminando la política con otras lógicas y temperamentos, poniendo a la política más allá o más acá de la política. Los y las dirigentes invierten mucho tiempo y dinero en adoptar posiciones beligerantes que luego les permitan no solo autopromocionarse como severos o muy pocos indulgentes -gente a la que no le temblará la mano a la hora de firmar la represión de la protesta o combatir el delito-, sino ir reclutando las adhesiones entre los sectores de la población menos tolerantes y más propensos a la ira. Porque sus propuestas no suelen caer en saco roto, las frustraciones cotidianas son pasto verde donde suelen ir a rumiar los funcionarios que hacen política con la desgracia ajena, aprovechándose del resentimiento social que se acumula y crea condiciones para que se expandan este tipo de recetas mágicas que durarán lo que duren ellos en sus cargos, aunque está visto que siempre dejan una estela que llegará más lejos que sus mandatos.
No es casual, entonces, que en las últimas décadas los principales funcionarios de las carteras de seguridad, hayan apelado a retóricas que no resignaban usar la violencia a la hora de encarar los conflictos sociales. Se propone a la fuerza como el mejor atajo para alcanzar el orden sin darse cuenta que con ello contribuyen a fragilizar aún más las ya debilitadas redes sociales.
Las políticas de enemistad se averiguan en las fanfarronadas de estos funcionarios, en sus performances matonas, en la vocación para la polémica, pero también en la apelación recurrente a fórmulas foráneas para nombrar los problemas locales que terminan poniendo las cosas en lugares difíciles para su abordaje democrático. Vaya por caso las “nuevas amenazas”, la “guerra al delito”, “guerra al narco” o las “guerra a las mafias”. Por ese camino falta poco para que las policías se militaricen. De hecho, la multiplicación de retenes y puntos de control con ostentación de armas largas; la represión o amenaza de represión a las protestas sociales con grupos de infantería pertrechados en sus trajes robocop; la propagación y normalización de grupos tácticos especiales con la promoción de técnicas de allanamientos masivos tipo no-Knock o quick-Knock a través de las cuales se quiere “pacificar”, “limpiar” o “escardar” un barrio, contribuyen a desautorizar la política y a debilitar la trama social donde se inscriben los controles sociales informales que mejor siguen el pulso a la conflictividad.
La distancia que existe entre las políticas de la amistad y las políticas de enemistad es la diferencia entre la confianza y la autoridad. A diferencia de las políticas de enemistad que se basan en la autoridad, la amistad se juega en la capacidad de construir confianzas. Lo que está en juego no es el orden sino el ejercicio de los derechos. Para eso, lo importante no es que las policías tengan autoridad, sino que la ciudadanía confíe en sus policías. No se trata de armar a los policías o entrenarlos bajo hipótesis de conflictos que les permitan desenvolverse con prontitud, sino convertirlos en amigables componedores para mediar entre los ciudadanos, desactivando o evitando que los conflictos se espiralicen. Está visto que no es conveniente echarles gasolina a los conflictos, hay que agonizarlos y para eso la palabra sigue siendo la mejor herramienta. La autoridad puede ser un atajo, pero también una manera de patear los problemas para delante.
Paciencia y empatía
¿Qué es el progresismo sino la posibilidad de poner las cosas en el tiempo, de tramitar los conflictos a través del diálogo y la cordialidad, evitando de esa manera que escalen hacia los extremos? No hay soluciones catastróficas, y es sabido el precio que hay que pagar cuando las cosas tienen que dirimirse de un día para el otro a través de las violencias y la autoridad con la que se busca legitimar esas violencias.
Entre paréntesis: No está de más recordarnos que el progresismo consiste en pensar con los tiempos largos, sabiendo que nuestras biografías no pueden ser la medida de las cosas. El progresismo repone la duración histórica para hacer frente a conflictos que, mirados con la urgencia de la actualidad, la velocidad que imponen las coyunturas, se vuelven irreconciliables y trágicos. El progresismo, entonces, es una oportunidad de correrse de los juegos de suma cero. Nunca será “todo o nada”. Solo si miramos las cosas por el ojo de la cerradura llegaremos a semejante conclusión. Hay que resistir la seducción de la polarización. Las políticas de la enemistad contaminan los diálogos y transforman la política en un juego maniqueo. No se trata de sumarle más dificultades a la población sino de restablecer la calma que necesitan esos conflictos para que puedan tramitarse a través del diálogo.
No hay que enloquecer a la gente dejándose llevar por pasiones iracundas, tirando consignas apasionadas que aviven los malentendidos. Si lo que se quiere es impedir que los vecinos pasen a la acción por mano propia, entonces hay que llevar tranquilidad. Conviene desactivar las emociones profundas que los vecinos suelen ir depositando en los bancos de odio y reponer la empatía.
Para decirlo con las palabras de la filósofa y politóloga Chantal Mouffe: hay que aprender a domesticar los conflictos, transformando a los enemigos en adversarios y evitando que los adversarios se transformen en enemigos. Devolverle a la democracia su pluralismo, implica el establecimiento de instituciones y prácticas a través de las cuales el antagonismo potencial pueda desarrollarse de un modo agonista. Desarmar los antagonismos, hacerlos agonizar, implica un trabajo extra: “Es menos probable que surjan antagonismos en tanto existan legítimos canales políticos agonistas para las voces en disenso. De lo contrario, el disenso tiende a adoptar formas violentas.”
En otras palabras: hay que ganar tiempo, y el largo plazo necesita acuerdos. El tiempo suele poner las cosas en otro lugar, decanta la animosidad y nos vuelve piadosos. Hablar es ceder, aprender que no estamos en la verdad, que hay puntos de vista diferentes, y que recorrer estas vivencias implica hacer una serie de rodeos, demorarse en el tiempo.
Estar a la escucha, estar cerca
Para debatir y decidir entre todos y todas cómo queremos vivir juntos necesitamos dialogar, pero también estar a la escucha. No hay democracia sin paciencia, pero tampoco sin escucha. Ponerse en el lugar del otro, pensar con los problemas del otro, leer mis problemas con los problemas que tiene el otro, lleva tiempo y para eso debemos ser pacientes, pero sobre todo necesitamos aprender a escuchar. Más aún, hay que estar cerca para estar a la escucha. No hay escucha sin proximidad. Si la enemistad genera distancias entre las personas de la misma comunidad, las políticas de la amistad quieren allanar esas distancias para convertir al otro en el prójimo. La política de la amistad es una política de la proximidad.
Lo digo con las palabras de Karl Jaspers, y permítaseme citarlo en su extensión porque sus palabras tienen una vigencia más allá del contexto para el cual fueron pronunciadas: “Queremos aprender a hablar unos con otros. Eso significa que queremos no solo repetir nuestra opinión, sino oír lo que el otro piensa. Queremos no solo afirmar, sino reflexionar en conjunto, oír razones, estar preparados para alcanzar una nueva concepción. Queremos colocarnos interiormente y a modo de prueba en el punto de vista del otro. Sí, queremos buscar precisamente lo que nos contradice. La aprehensión de lo común en lo contradictorio es más importante que la apresurada fijación de puntos de vista excluyentes con los que la conversión se acaba por inútil. Es muy fácil sostener juicios terminantes con énfasis emotivos; es difícil, sin embargo, llevar a cabo una representación sosegada. Es fácil romper la comunicación con afirmaciones obstinadas; es difícil más allá de las afirmaciones, penetrar con constancia en el fondo de la verdad. Es fácil adoptar una opinión y mantenerla para liberarse de ulteriores reflexiones; es difícil avanzar paso a paso y no impedir nunca la siguiente pregunta. Tenemos que restablecer la disposición para la reflexión. Para ello no debemos dejarnos embriagar por sentimientos de orgullo, de desesperación, de indignación, de obstinación, de venganza, de desprecio, si no tenemos que enfriar esos sentimientos y ver la verdad.”
En definitiva, para que los debates no se transformen en un diálogo de sordos, hay que dejar de hablar para la hinchada propia que nos sigue por las redes sociales. En vez de construir hegemonía hemos inventado la grieta como insumo político, para confundir la política con la polémica y la polarización con el antagonismo. La hegemonía no consiste en partir la sociedad en dos y quedarse con los convencidos, ni siquiera convencer a los no convencidos. Hegemonía, dijo Gramsci, es construir un sentido común a partir de los núcleos de buen sentido desplegados en toda la sociedad.
Política y fraternidad
El autoritarismo y la desigualdad social no son un buen combo y, está visto, pueden poner las cosas en lugares difíciles. Desandar este ovillo enredado llevará muchos años porque debemos aprender a deconstruir los miedos y otras pasiones tristes que se fueron haciendo carne, gesto, sensación, palabra filosa. Pero también hacer frente al individualismo que nos infla y hace creer que se puede hacer política con las redes sociales.
La prevención es otra calle de dirección única, o peor aún, una calle sin salida. La prevención, y la punición que llega con la prevención, han puesto a la sociedad en un laberinto y todos corremos en busca de una salida de emergencia, pero nos atropellamos y chocamos, rebotando una y otra vez contra la pared.
¿Se puede regresar a la encrucijada donde se tomó la dirección equivocada? Alguien dijo por ahí que de los callejones no se sale por arriba. No hay nadie que venga a rescatarnos y encima el cielo nos queda cada vez más lejos. De los callejones sin salida se sale cavando un túnel. Por eso la pregunta que se impone sigue siendo la misma: ¿Cómo salir de semejante atolladero? ¿Cómo interrumpir las relaciones de enemistad para derivar hacia la amistad? ¿Cómo se pueden crear espacios públicos agonistas? ¿Cómo podemos vivir juntos, sin resignar las múltiples diferencias, incluso los conflictos que ellos implican? No son preguntas originales, pero si nos sorprendemos formulándolas otra vez es porque seguimos fracasando.
El escritor italiano Erri De Luca, dice que cuando se pierde la libertad y la igualdad, todavía nos queda la fraternidad para recomenzar las tareas. Y la política, dijo Hannah Arendt, es el arte de comenzar otra vez. He aquí dos palabras para aferrarse e intentarlo otra vez: política y fraternidad. Estamos condenados a pensar por nosotros mismos, pero debemos saber que la historia no empezó con nosotros y tampoco terminará cuando nos vayamos para siempre. No se trata de echarle el fardo a los jóvenes y recostarnos en la inocencia de las nuevas generaciones. Está visto también que la estupidez empieza demasiado temprano. La apuesta es colectiva y transversal, pero le corresponde a la gente con más experiencia resistir la tentación de polarizar los conflictos que luego desatan pasiones que no siempre se pueden controlar.
*Docente e investigador de la Universidad Nacional de Quilmes. Director del LESyC y la revista Cuestiones Criminales. Autor entre otros libros de Vecinocracia: olfato social y linchamientos, La máquina de la inseguridad, Yuta: el verdugueo policial desde la perspectiva juvenil y Prudencialismo: el gobierno de la prevención.