Por Esteban Rodríguez Alzueta (*)
La felicidad es una palabra sobrevalorada. En las sociedades contemporáneas todos debemos recalcular nuestras vidas en función de la felicidad. La conversación cotidiana está rodeada de clichés que nos imponen la felicidad como mandato: “Sea feliz”; “¡Hay que ser feliz!”; “¡Aprovechen la vida!”; “Diviértanse que la vida es corta, no hay que perder el tiempo”; “Si te hace feliz a vos, me hace feliz a mí”, etc. Estas frases hechas son la expresión de las horas reloj que dedicamos a ver las propagandas en televisión y las redes sociales, pero también la mejor prueba que tenemos para confirmar cómo fuimos asociados a un nuevo régimen emotivo tomado por la pavada (la idiotez), los halagos (la cultura del like), el autobombo (la autocelebración) y la felicidad.
La felicidad como imperativo
Un tipo feliz es un tipo optimista, buena onda, con buena vibra, automotivado, optimista, sincero consigo mismo, resiliente, individualista, que hace mérito, muy inteligente emocionalmente hablando. Una vida feliz es una vida llena de emoticones.
El neoliberalismo convirtió a la felicidad en un imperativo social, una obsesión que nos obliga a invertir cada vez más tiempo y recursos para alcanzarla. Cirugías estéticas, viajes por el mundo, las zapatillas de la temporada, la última generación del iPhone, el festival en el Movistar-Arena, la cerveza con los amigos, el partido del domingo, el auto o la moto. Dice Franco Berardi: “Una promesa de felicidad recorre la cultura de masas, la publicidad, y la misma ideología económica. La felicidad no es ya una opción, sino una obligación, el valor esencial de la mercancía que producimos, compramos y consumimos”.
“Una promesa de felicidad recorre la cultura de masas, la publicidad, y la misma ideología económica. La felicidad no es ya una opción, sino una obligación, el valor esencial de la mercancía que producimos, compramos y consumimos”.
Franco Berardi
La felicidad es el bien supremo al que todos debemos aspirar sin aliento, la idea fundamental hacia la cual tenemos que hacernos cada uno de nosotros y el mundo que nos rodea. Estamos en el mundo para ser felices y el mundo se dispone para nuestra felicidad. Así de circular puede resultar la vida. La felicidad ha llevado el egocentrismo narcisista hasta el paroxismo.
Estamos obligados a ser felices, de lo contrario corremos el riesgo de ser despedidos en el trabajo, pero también tenemos serias chances de que la familia llame al doctor, que nos deje nuestra pareja, que los amigos renuncien a invitarnos a la próxima cena. Como nos enseñó la publicidad: tenemos que trabajar con una sonrisa en el rostro. El trabajo es afectivo. Los clientes no solo tienen razón, sino que tienen que sentirse cómodos. Sonrisas que entrenamos frente al televisor, mirando revistas y, sobre todo, espiando en las redes sociales.
La felicidad es la expresión del individualismo contemporáneo, esto es, del desmoronamiento de la dimensión social. Cuando fracasaron los relatos sociales que organizaban los esfuerzos colectivos para responder a la pregunta “¿cómo podemos vivir juntos?”, lo que nos queda es “ser feliz”. La felicidad es el consuelo de los tontos. Como reza la canción de Bobby MacFerrin: “No hay lugar donde poner la cabeza / Alguien vino y tomó tu cama / No te preocupes, sé feliz // El señor de la tierra dice que tu alquiler se atrasó / Puede que tengas que litigar / No te preocupes, sé feliz”. La felicidad compensa la impotencia ciudadana, pero funciona también como una tapadera que colabora para evitarnos ser testigos de las dificultades con las que se miden los otros.
La felicidad compensa la impotencia ciudadana, pero funciona también como una tapadera que colabora para evitarnos ser testigos de las dificultades con las que se miden los otros.
Vivimos en una sociedad tomada por la felicidad, donde la felicidad ocupa el lugar que antes tenía la ideología, donde las identidades (la construcción de la identidad) giran en torno a la búsqueda de la felicidad. La felicidad es un vehículo apolítico que pone las relaciones sociales más allá de la realidad. La felicidad, entonces, como la posibilidad de blindarnos de la realidad. Cuando el mundo se vuelve una pesadilla, hay que retirarse al fuero interior. Lo importante es pasarla bien: todo lo que no nos destruya nos fortalecerá, nos blindará del entorno que nos rodea y seremos felices.
Como reza el poemario de Ricardo Bizzarra, Nevada: “Ya no tengo miedo, soy inmortal / que espera la muerte / sometido por la felicidad”. Me quedo con estas últimas palabras que cierran el libro: “sometido por la felicidad”. La felicidad como forma de sometimiento.
Consumo, luego existo
Después de pelearnos con nuestra pareja o los padres, tener un problema en el trabajo, una remerita nueva recién comprada en el shopping nos devolverá la sonrisa. Será una felicidad con fecha de vencimiento, pero sirve para remar la angustia o la ansiedad que provocaron las discusiones y, de esa manera, continuar ajustando la realidad a mis sueños, devolverle satisfacción a la vida cotidiana. De esa manera desplazamos la falta con la satisfacción de un deseo que llega envuelta con las mercancías anímicas.
Detrás de cada objeto encantado se esconde la felicidad. Debemos consumir para ser felices, debemos tener para ser felices. Donde hay consumo hay felicidad. Si no hay consumo, hay pataleo, berrinche, rabia y envidia, pero también angustia, ansiedad, depresión.
La felicidad, entonces, es una mercancía que se compra y se vende. La felicidad es lo que vuelve perfecto al consumo. Salir a consumir es ser feliz, es estar feliz. Es el mejor antídoto contra la depresión.
La felicidad, entonces, es una mercancía que se compra y se vende. La felicidad es lo que vuelve perfecto al consumo. Salir a consumir es ser feliz, es estar feliz. Es el mejor antídoto contra la depresión.
La felicidad es la meta más importante que impuso el mercado a través del consumo animado. Sea el consumo que llega con los bienes materiales, o a través del turismo global, el yoga, la psicología positiva, los talleres de cerámica, los recitales de música o las series de Netflix. Ya no se trata de luchar por y con el otro, sino ser de ser feliz uno mismo. Si la plata no alcanza, todavía podemos tomar una cerveza, mirar una película o un partido de fútbol por Disney Channel. La felicidad ha relevado el lugar que tenía la ideología. Puede que tengamos opiniones sobre cualquier cosa, pero, como dice otro slogan publicitario, “lo que importa es la cerveza”, es decir, ser feliz y que no decaiga. En el centro de la identidad individual está la búsqueda de felicidad.
Ser positivos
Una persona feliz, dijimos, es una persona optimista, positiva, que nunca mira hacia atrás. Toda la atención la tiene puesta en el yo interior. La felicidad ya no se encuentra desplazada hacia el futuro, no se posterga para tiempos mejores, sino que está emplazada en el presente. Los individuos queremos ser felices hoy, no mañana o pasado mañana. El mercado puso a la felicidad al alcance de mis manos. No depende de los esfuerzos de los otros sino del empeño individual y las millas acumuladas con la tarjeta. La felicidad dejó de ser el resultado de un compromiso con los otros para volverse un mérito propio, una responsabilidad de cada uno.
En efecto, la felicidad es una empresa que depende únicamente de cada uno. La felicidad de uno no necesita de la libertad del otro. Si el otro no es feliz, no es problema mío. Al contrario, la felicidad ajena suele ser percibida como un estorbo para alcanzar la propia. Cuando la familia se repliega en la vida íntima y las redes sociales, la felicidad se convierte en una burbuja. Cada individuo deberá autogestionarse las emociones hasta que la felicidad se convierta en un hábito o comportamiento plenamente interiorizado, floreciente. Sucede que el neoliberalismo convirtió a la felicidad en un estilo de vida, una mentalidad, o, como sugieren Edgar Cabanas y Eva Illouz, en el libro Happycracia, en un tipo de persona ideal. Es decir, la felicidad es mucho más que una emoción, es una personalidad, un modo de ser, una forma concreta de sentir, pero también una manera de pensar, hablar y actuar.
La felicidad es algo que se modela con el tiempo escuchando la voz interior donde palpita y resuena el mercado. Porque en la sociedad neoliberal, entre el individuo y el mercado no hay mediaciones sociales, ya no están los partidos, ni los sindicatos, ni los movimientos sociales, en todo caso algún coaching que nos apuntale en el rumbo que hemos elegido tomar. Si se quiere escuchar la promesa de felicidad que el mercado tiene guardada para cada uno, debo aprender a cortarse solo y mirar para otro lado. No hay que distraerse con lamentos ajenos. Si hay pobreza que no me afecte; si hay violencia que no me toque. Siempre habrá una sonrisa para levantar la autoestima y no dejarse caer.
La industria de la felicidad
No solo estamos obligados a ser felices, sino a sentirnos culpables por no ser capaces de superar la angustia o el sufrimiento, no sobreponernos a las dificultades o asumirlas con optimismo. Se sabe: “a mal tiempo buena cara”. Con la felicidad llegan otras tareas que compensan las frustraciones: la resiliencia, la capacidad de superarse y evitar que los problemas o estados adversos que tenemos obstaculicen o perturben nuestra vida y, sobre todo, la felicidad de los otros. No hay que dejarse abatir, pero conviene evitar rodearse de gente tóxica, con malas vibras e ideas negativas.
No estamos solos frente a este mandato. Alrededor de la felicidad emerge toda una industria de la felicidad; es decir, un mercado que propone numerosos tips para ser felices. Hay que monitorear nuestro estado de ánimo permanentemente. Para ello se han diseñado una cantidad de tecnologías que se proponen como formas de entrenar la felicidad y llegar a ella.
No estamos solos frente a este mandato. Alrededor de la felicidad emerge toda una industria de la felicidad; es decir, un mercado que propone numerosos tips para ser felices. Hay que monitorear nuestro estado de ánimo permanentemente. Para ello se han diseñado una cantidad de tecnologías que se proponen como formas de entrenar la felicidad y llegar a ella.
La felicidad es algo que se modela con el tiempo a través de dietas rigurosas o ejercicios físicos regulares y mucha psicología barata. Una vida experimentada con plasticidad. Tenemos el control sobre nuestra vida, somos pura capacidad de agencia. No hay estructura ni circunstancias. Solo hay autocontrol, autogestión emocional, autenticidad personal y constante crecimiento o florecimiento personal.
La felicidad llega con las mercancías, pero también con los servicios que prestan los protagonistas de la ciencia de la felicidad. Alrededor de la felicidad hay toda una industria que milita para que la pasemos bien, no solo para evitar que nos angustiemos, sino para que seamos felices. La psicología positivista, el yoga, salir de compras, los cursos de cerámica, los talleres literarios y de teatro, son las ortopedias del siglo XXI. Hay mucho coaching felicista y mucha literatura de autoayuda new age que nos entrena para una vida dedicada a la felicidad. Toda esta chatarra felicista propone soluciones particulares para problemas presentados y vividos como particulares. Estamos en una sociedad hiperindividualista. Ser feliz es la disposición a ser feliz, estar dispuestos a perseguir la felicidad, a llevar una vida regida por la felicidad.
Serenidad
La felicidad es una palabra sobrevalorada. Personalmente no creo que exista la felicidad. Existen momentos felices y estos estados son pasajeros, van y vienen, casi siempre sin previo aviso. Tampoco la felicidad estuvo nunca entre mis objetivos como sí la serenidad: llevar una vida serena. Porque la vida está hecha de problemas, fatalidades, infortunios, y lo que uno espera en esos momentos, es poder estar serenos; esto es, tener templanza, la paciencia, la entereza para atravesarlos y acompañar al prójimo en semejantes travesías. Claro que, en una sociedad donde los problemas del otro ya no son mi problema, la felicidad es la manera de blindarme y seguir de largo, y una forma secreta y cínica de ejercer la violencia.
(*) Docente e investigador de la Universidad Nacional de Quilmes y la Universidad Nacional de La Plata. Profesor de sociología del delito en la Especialización y Maestría en Criminología de la Universidad Nacional de Quilmes.