“No le permito más ser mi padre”, dijo Mariana Dopazo la primera vez que habló públicamente en 2018. Renunciaba a ser la hija del represor Miguel Etchecolatz, uno de los personajes más sanguinarios de la dictadura militar argentina, que falleció el pasado 2 de julio a los 93 años, preso en cárcel común pero sin decir dónde están sus víctimas.
En noviembre de 2014, Mariana, de profesión psicoanalista, solicitó a un Juzgado de Familia de Capital Federal el cambio de apellido: “No hay ni ha habido nada que nos una, y he decidido con esta solicitud ponerle punto final al gran peso que para mí significa arrastrar un apellido teñido de sangre y horror, ajeno a la constitución de mi persona. Mi ideología y mis conductas fueron y son absoluta y decididamente opuestas a las suyas, no existiendo el más mínimo grado de coincidencia con el susodicho. Porque nada emparenta mi ser a este genocida”.
El cambio de identidad le trajo calma y madurez, pero el camino de salir al espacio público y romper el silencio impuesto no fue fácil. Desde el primer momento la desveló el intento de emparejamiento de ex hijos y ex hijas de genocidas con víctimas. Y el miedo a ser rechazada.
“Era una gran preocupación que me hizo vacilar muchas veces en los inicios. Una cuestión muy sensible para las víctimas, porque además nosotros no hemos sido víctimas, somos desobedientes. O sea, hemos desobedecido un mandato absolutamente potente, patriarcal y jerarquizado”, le confesó a la periodista Ana Cacopardo en la serie “Historias debidas”.
Fue en 2016, ya con otro apellido, el materno, cuando la Corte Suprema de Justicia resolvió beneficiar a los genocidas con la que fue conocida como la Ley del 2×1: “Sentí que la Justicia había dejado de ser justa en materia de crímenes de lesa humanidad y empezaba a desampararnos (…). ‘Es imposible que le den la domiciliaria’, me aseguraba mi mamá, para tranquilizarme. Hasta que nos llamaron para avisarnos. Todo se convirtió en silencio. No pude pensar, ni hablar más. Así estuve la noche entera, tratando de salir de la oscuridad”, recordó Mariana para la revista La Poderosa.
Ahí se decidió a participar públicamente, y por primera vez en su vida marchó junto a los organismos de Derechos Humanos, dejándose atravesar por lo colectivo.
Más adelante participó en la fundación de “Historias desobedientes”, una agrupación formada por familiares de personal de las fuerzas armadas y de seguridad responsables de crímenes de lesa humanidad, quienes retomaron y también hicieron propio el lema de “Memoria, Verdad y Justicia”.
“Rezábamos para que mi papá se muriera”
La infancia de Mariana estuvo rodeada de armas, custodia policial, mudanzas permanentes y violencia. Creció marcada por situaciones traumáticas porque “vivir con Etchecolatz significaba no tener paz, hacer lo que decía y acostumbrarse al miedo de abrir la boca, porque podría venirse la respuesta más terrible”.
Pero, aún así, siempre fue bastante rebelde, tanto como era posible. “Él era cruel, castigaba muy fuerte y después se preocupaba: ‘Mirá lo que me hacés hacerte’, decía. Cuando oía sus pasos, sentía el perfume del terror”, recordó en La Poderosa. “Cada vez que él volvía de la Jefatura de Policía de La Plata nos encerrábamos a rezar en el armario con mi hermano para pedir que se muriera en el viaje”.
Recuerda también que una vez, su madre quiso escaparse de la casa con ellos, sus hijos, pero Etchecolatz se dio cuenta y la amenazó: “Si te vas te pego un tiro a vos y a los chicos”.
“Todos nos liberamos de él después de que cayó preso por primera vez, allá por 1984. Vivíamos en Brasil, donde fue jefe de seguridad de Bunge y Born, y regresó pensando que su imputación era un trámite, como si la Justicia no le llegara a los talones. Al principio lo visitábamos, pero después mi madre pudo decirle en la cara que íbamos a dejar de verlo. Ella siempre nos protegió de ese monstruo, si no hubiera sido por su amor, no podríamos haber hecho una vida”, reveló en una entrevista con el periodista Juan Manuel Mannarino para Revista Anfibia.
Memoria despierta
Al momento de su fallecimiento, Miguel Etchecolatz cumplía nueve sentencias a cadena perpetua por los crímenes cometidos durante la dictadura, y estaba siendo juzgado por su participación en los centros clandestinos del Pozo de Banfield, del Pozo de Quilmes y del Infierno de Avellaneda.
Aunque quedó en el aire cierta sensación de impunidad, porque mantuvo el pacto de silencio hasta el último día de su vida y se llevó a la tumba la verdad sobre el destino de Clara Anahí Mariani, Jorge Julio López y tantos desaparecidos, murió condenado por genocida cumpliendo su pena en una cárcel común, algo que Mariana deseaba con todas sus fuerzas. “Pues las marcas en el cuerpo, las marcas en la memoria, las marcas del espanto, las marcas del no saber, no se borran nunca, pero nunca más…”.