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Nota publicada el 29 / 05 / 2025

La llama que persiste

Malas Palabras estuvo presente en la marcha de los jubilados en el Congreso. Crónica del hecho político que marca la era Milei en dos planos: la crueldad del gobierno, y el tesón de los adultos mayores movilizados. Hablan los protagonistas

Por Nicolás Poggi

Fotos: Leo Vaca

“¡Vos tenés que estar patrullando la frontera, hijo de puta!”. Parado sobre el cordón de la vereda, las puntas de los pies apenas suspendidas en el aire, un jubilado emponchado con la bandera argentina le grita a un camión de Gendarmería que pasa raudo por la avenida Rivadavia, rodeando la Plaza Congreso de la ciudad de Buenos Aires. Algunos lo miran y asienten. No todos levantan la voz pero el sentimiento es compartido. 

Más allá, adentro de la plaza, otros manifestantes lucen capucha y antiparras para protegerse de los gases, como eternautas en la era de la represión. Y también están los que se hacen cargo del temor y eligen resguardarse. “Está medio complicadito otra vez”, reconoce una mujer que si bien hizo acto de presencia, como manda la tradición de cada miércoles, eligió cuidar su integridad física y retirarse antes de que se desate la turba policial.

Es el miércoles 21 de mayo y la organización Unión de Trabajadores Jubilados en Lucha vuelve a poner en marcha su protesta de cada semana. El cielo está gris sobre el Congreso y una vibra amenazante se percibe en el aire desde entrada la tarde. Los manifestantes están dispersos, desparramados en racimos. No forman una columna homogénea, más bien cada grupo hace lo que puede. Muchos están sueltos, por su cuenta, y otros pertenecen a otras agrupaciones como “Jubilados Insurgentes”. 

Los manifestantes están dispersos, desparramados en racimos. No forman una columna homogénea, más bien cada grupo hace lo que puede. Muchos están sueltos, por su cuenta, y otros pertenecen a otras agrupaciones como “Jubilados Insurgentes”.

El operativo de seguridad dispuesto en la zona, que abarca a gendarmes, Policía Federal y Policía de Seguridad Aeroportuaria (PSA) -cada uno con roles distintos-, no permite la congregación de los manifestantes. Por eso, algunos jubilados se quedan en el borde de la vereda, otros más atrás, resguardados bajo los techos de los comercios, y los más temerarios sobre el verde césped de la plaza, en el lugar más expuesto de la protesta. Todos unidos bajo la consigna común de reclamar más dignidad.

Mientras tanto, la vida sigue en los alrededores: los locales y los cafés están abiertos, aunque con poca gente; la librería frente al ingreso de la Cámara de Diputados, en la avenida Rivadavia a metros de Callao, tiene persianas altas y parece un faro fluorescente en medio de la geometría de las vallas. Los empleados legislativos entran y salen del edificio del Anexo de la Cámara baja, absortos en sus charlas y en sus celulares, las bolsas de nailon con comida colgando de sus brazos. Es el paisaje urbano de un día hábil cualquiera en la capital del país. 

Unos metros hacia adentro de la plaza, en el corazón de la marcha, lo primero que se advierte es que se protesta (y se trabaja) con miedo. De un tiempo a esta parte movilizarse cada miércoles se volvió algo tan peligroso que muchos de los jubilados se retiran antes de que empiecen los tironeos y las corridas. La amenaza es latente: en cualquier momento se puede caer en la trampa de quedar en medio de una encerrona policial y recibir palos, gases y hasta demoras y detenciones discrecionales. Nadie está exento. Ni siquiera los cronistas y los reporteros gráficos, como se verá más tarde en esa misma jornada.

Y el sistema político, lejos. Apenas algunos grupos del Frente de Izquierda y de la Unión de Trabajadores de la Economía Popular (UTEP), que se mantienen en la plaza del lado de adentro del corral dispuesto por la policía, y poco más. Uno que otro dirigente que da el presente. Los diputados del FIT Alejandro Vilca y Vanina Biasi, a su vez legisladora porteña electa, que charla con la gente en la vereda mientras sus colaboradores la cuidan. 

El peronista Juan Manuel Abal Medina, que viene de perder en esos últimos comicios. El dirigente Eduardo Belliboni, ataviado de ropajes de protección como El Eternauta. Y nadie más. Ninguna de las organizaciones políticas “grandes” hacen acto de presencia. El diputado Pablo Yedlin, del peronismo de Tucumán, atravesó las veredas aledañas al palacio un rato antes de que empezaran los desmanes, pero se perdió rápidamente entre las calles del centro –ese mismo mediodía, los bloques opositores habían fracasado en su intento de conseguir quórum para aprobar, justamente, un aumento para los jubilados.

Una ciudad militarizada contra los jubilados

El operativo de seguridad espera a los jubilados desde temprano. Cada miércoles ese sector de la ciudad luce militarizado. Las camionetas de Gendarmería, de un verde furioso que contrasta con el gris del asfalto, estacionadas en diagonal sincronizada a lo largo de la avenida Rivadavia, donde las vallas cierran el paso a la altura del Congreso y producen una imagen de vacío en el punto del cruce con Callao. Nadie puede entrar ni salir de ahí. Es como si de golpe irrumpiera una Buenos Aires desértica, distópica, en pleno horario laboral.

Unos metros más allá, los gendarmes se despliegan a lo largo de avenida Callao y se quedan firmes a la espera de nuevas órdenes, entorpeciendo el movimiento de los transeúntes. La fachada de una pizzería tradicional es ocupada entonces por efectivos que están parados uno al lado del otro, silenciosos y expectantes. Uno de ellos lleva incluso una cámara de video.

Mientras tanto, la protesta se hace notar como puede en la plaza, el único lugar disponible por el protocolo antipiquetes. Los viejos cacerolean, cantan, exhiben pancartas y banderas argentinas. Son acompañados por muchos jóvenes militantes de distintas organizaciones de base que vienen a brindar apoyo. “Cerraron todo”, se lamenta un hombre mayor que, desde la esquina de Rivadavia y Rodríguez Peña, observa el paso trabajoso de la procesión.

Mientras tanto, la vida sigue en los alrededores: los locales y los cafés están abiertos, aunque con poca gente; la librería frente al ingreso de la Cámara de Diputados, en la avenida Rivadavia a metros de Callao, tiene persianas altas y parece un faro fluorescente en medio de la geometría de las vallas.

Resistiendo con bastón

Juan Domingo tiene 73 años y viene desde Merlo, en el conurbano bonaerense, con su familia. Se mueve con bastón pero no permite que esa dificultad atenúe su ánimo. Da notas a los interesados y es una especie de vocero informal. “¿Sienten que la política los abandonó?”, le pregunta este cronista. “Sí, estamos abandonados y estamos solos”.

En un alto de la protesta, Juan Domingo expresó ante Malas Palabras que “los gobiernos anteriores no nos representaron, pero por lo menos vivíamos un poco mejor. Con este gobierno ya no podemos vivir; tenemos que comprar las medicaciones y, con el sueldo que tenemos, no nos alcanza para nada. Hoy no dieron quórum en el Congreso, y supuestamente iban a aumentar 30 mil pesos. Eso son dos kilos de carne. Ellos se gastan 100 mil pesos en una botella de vino”.

En un alto de la protesta, Juan Domingo expresó ante Malas Palabras que “los gobiernos anteriores no nos representaron, pero por lo menos vivíamos un poco mejor. Con este gobierno ya no podemos vivir; tenemos que comprar las medicaciones y, con el sueldo que tenemos, no nos alcanza para nada.

Juan Domingo sostiene que “luchamos por nuestros derechos, pero después ¿qué? No tenemos a nadie que represente al pueblo trabajador y al pueblo pobre. Los policías que están enfrente son pobres, nosotros somos pobres. Es pobres contra pobres la lucha, y esto va a terminar mal”.

A esa hora de la tarde, pasadas las 16, la Policía lanza gases lacrimógenos y se van acumulando los manifestantes que deben ser asistidos, con los ojos y las caras hinchadas por el contacto con la sustancia química y por la indignación. Empujones, gritos, escudos rotos, algunas corridas. Las personas mayores parecen entregados a su suerte pero a la vez nadie está dispuesto a rendirse. El operativo de seguridad busca arrasar la protesta a como dé lugar: esa tarde, el joven fotoperiodista Pablo Cuesta será noticia por haber quedado bajo las rodillas de un gendarme en la Plaza Congreso. 

¿La política efectivamente abandonó a los jubilados? “A eso hay que ponerle nombre y apellido: a excepción de la izquierda, que cree que el pueblo organizado y en la calle es el que va a terminar con esto, en el Congreso están todos postrados”, le dice Vanina Biasi a Malas Palabras. Sin dejar de moverse por la vereda ante el avance policial, la diputada sostuvo que en el parlamento “no sólo están postrados sino que son baratos”. 

Los jubilados llevan más de 1780 marchas de los miércoles. Reclaman un aumento de los haberes, la restitución de los medicamentos gratuitos del PAMI que este Gobierno fulminó y contra el veto del presidente Javier Milei a la reforma previsional del año pasado que buscaba aumentar los haberes. La jubilación mínima quedó en mayo de este año en los 366.481,74 pesos, más un bono de 70 mil pesos. La línea de pobreza para un adulto solo según el Indec está en los 359.244 pesos. Esa necesidad, mezclada con una dosis de indignación, es la que lanza a los jubilados todos los miércoles a la calle. En la era del abstencionismo y la baja participación, quizás sea un mensaje para escuchar.

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