Los actores económicos poderosos no fingen sus sentimientos ni ocultan sus intenciones al momento de tomar la palabra. De ahí que los funcionarios vinculados a la ultraderecha sean crueles en su narrativa. Pero, a su vez, la postura cínica también intoxica el alma de los intelectuales que hacen de la arrogancia una zona de confort
Por Esteban Rodríguez Alzueta
Durante el siglo XX el cinismo fue una categoría de acusación social usada para descalificar y estigmatizar a todos aquellos que se corrían de las reglas de juego impuestas por las convenciones políticas para organizar la reflexión y el debate público. Pero, con el neoliberalismo el cinismo se impuso como lengua franca, una jerga universal, incorrecta y cruel, que devalúa no sólo el diálogo sino la empatía y el compromiso ciudadano. Estamos en una época cínica, cansada de la teoría, tomada por la ironía, donde todo da lo mismo.
El cinismo es una categoría con historia que nos devuelve a la Grecia Antigua. Se dice que fueron Antístenes, Crates y Diógenes los que inauguraron una tradición que surcó casi toda la historia, siempre de manera marginal, habitando los intersticios. Como dice André Glucksmann en Cinismo y pasión, más que una doctrina fue un modo de vida testarudo. Sus intervenciones no se condensaron en un dogma, no se dejó etiquetar en ningún lugar como una lección. Una filosofía hecha para los tiempos de crisis.

Diógenes, el más conocido de todos ellos, fue el filósofo callejero que puso el cuerpo a las ideas. Al igual que Sócrates, estaba en el espacio público para importunar a los transeúntes, solo que no se dedicaba a acosarlos con preguntas sino a arrojarles verdades que tenían la capacidad de detener el tiempo cuando descolocaban a su interlocutor. Platón consideraba a Diógenes un Sócrates que se había vuelto loco, que no guardaba ninguna formalidad en sus conversatorios. Para sus contemporáneos su crítica se confundía con la locura. Y esto es así porque el objeto de sus diatribas fueron las convenciones y costumbres en común. Críticas que llegaban a través de sus palabras, pero también con las maneras de estar en la ciudad.
Diógenes, el más conocido de todos ellos, fue el filósofo callejero que puso el cuerpo a las ideas. Al igual que Sócrates, estaba en el espacio público para importunar a los transeúntes, solo que no se dedicaba a acosarlos con preguntas sino a arrojarles verdades que tenían la capacidad de detener el tiempo.
No quiero demorarme con los cínicos griegos, aquellos que quieran saber sobre sus apuestas recomiendo las clases que Michel Foucault impartió en la Universidad de Berkeley en 1983 y en el Colegio de Francia en 1984, publicadas en los libros Discurso y verdad y El coraje de la verdad respectivamente. También pueden leer el libro de Michel Onfray Cinismos. Retrato de los filósofos llamados perros, incluso los libros de Glucksmann y Sloterdijk que se citan en este ensayo.
Cinismo capitalista
Sabemos que el capitalismo tiende a apropiarse de todo aquello que lo pone en tela de juicio. Una de las últimas apropiaciones ha sido precisamente el cinismo. Las elites burguesas son cada vez más cínicas, ya no necesitan fingir sus sentimientos ni ocultar sus verdaderas intenciones. Tal vez sea esta una de las tesis más sugerentes del filósofo alemán, Peter Sloterdijk, en su monumental libro Crítica de la razón cínica.
En efecto, las élites locales y globales, ellas o sus representantes, asesores o lobistas, no tienen ya demasiado empacho en hacerse cargo de lo que resulta difícil de admitir y defender públicamente, es decir, afirmar y reivindicar lo que antes solo se asentía en privado o necesitaba de la mentira, los eufemismos, o la hipocresía. Hoy, sus voceros se despachan abiertamente en las conferencias de prensa, lo mismo que los funcionarios, técnicos y empresarios en los coloquios que periódicamente organizan las cámaras empresariales y sus tanques de pensamientos.
Ya no se andan con rodeos y tampoco tienen demasiado pelos en la lengua a la hora de reivindicar, por ejemplo, la desocupación o la pauperización para sus políticas económicas; ni justificar la vigilancia, persecución o represión que merecen aquellos que se oponen a sus medidas urgentes. Si las cuentas tienen que ajustarse no tendrán problemas en interrumpir o discontinuar las investigaciones científicas, dejar a los pacientes oncológicos sin tratamiento, o privar a los jubilados de sus remedios.

Sus declaraciones se volvieron cada vez más crueles y provocadoras. No miden las consecuencias, al contrario, se enorgullecen de sus actitudes desvergonzadas. Ellos construyeron las condiciones para que sus declaraciones desbocadas y actos escandalosos no tengan una condena pública. Las élites reivindican al cinismo como una manera de estar en la sociedad, un método destinado a socavar el ánimo de la ciudadanía.
En las sociedades neoliberales todo puede ser dicho y reconocido abiertamente, con ironía y mucha liviandad. Cuando el espacio público dejó de ser un ámbito de reflexión y debate colectivo para volverse un fango tomado por la polémica y las pasiones bajas, lo importante no es estar muñidos de argumentaciones sino descolocar a su interlocutor con golpes bajos.
En las sociedades neoliberales todo puede ser dicho y reconocido abiertamente, con ironía y mucha liviandad. Cuando el espacio público dejó de ser un ámbito de reflexión y debate colectivo para volverse un fango tomado por la polémica y las pasiones bajas, lo importante no es estar muñidos de argumentaciones sino descolocar a su interlocutor con golpes bajos.
La prudencia no forma parte de sus criterios de intervención. Son descarados y malhablados, siempre con muecas en la boca que dibujan sonrisas llenas de malas intenciones que no precisan ocultar. Como dice Sloterdijk: “Es una característica esencial del poder que solo él puede reírse de sus propios chistes”. Los poderosos solo quieren divertirse a costa de la indignación ajena. Se animan a soltar sus verdades desnudas que, en la manera en que las exponen, encierra algo de irreal, de absurdo.

Saben, además, que sus insensibles declaraciones están blindadas por una prensa que se divierte con ellas y las propala sin repreguntar, por opinólogos que se sienten no solo dueños de la verdad sino de una verdad incontrastable, que no necesita ser chequeada, probada con fuentes fidedignas, que está más allá de cualquier discusión.
Como señala Paula Sibila en el libro Yo me lo merezco, a diferencia de los hipócritas, que cuando mentían sabían que estaban mintiendo; es decir, tenían plena conciencia de que eso no estaba bien; el cínico siente que no tiene ningún compromiso con la verdad. De allí su gran ventaja a la hora de hablar y actuar.
Cinismo por izquierda
Pero el cinismo no es patrimonio de las elites contemporáneas solamente. También algunos miembros de la izquierda, en particular aquellos que suelen sentirse tentados en asumir posiciones cínicas. Pero, a diferencia de sus precursores milenarios no tomarán demasiados riesgos, prefieren moverse en sus zonas de confort ideológicas. El cinismo será el nuevo conformismo entre los iluminados.
Pero el cinismo no es patrimonio de las elites contemporáneas solamente. También algunos miembros de la izquierda, en particular aquellos que suelen sentirse tentados en asumir posiciones cínicas. Pero, a diferencia de sus precursores milenarios no tomarán demasiados riesgos, prefieren moverse en sus zonas de confort ideológicas.
En estos nuevos “reventados” prevalece la distancia típica del cinismo, pero reemplazan su compromiso moral por un exceso de autoconciencia descarada. En efecto, la manera que tienen estos intelectuales o ex militantes tocados por la impotencia para hacer frente al “realismo capitalista” será a través del cinismo. Dicho con las palabras de Mark Fisher: “El cinismo, que no es más que una forma contemporánea de espectacularismo, reemplaza el involucramiento y el compromiso. Alguien que se sabe derrotado, pero se siente superado: aquel que ya ha visto todo pero se encuentra debilitado justamente por este decadente exceso de (auto)conocimiento.”

Tanto el intelectual como el ex militante atrincherados en el cinismo suelen ser personas sin ilusiones, arrebatadas también por las pasiones tristes. No solo perdieron la capacidad de asombro, sienten que todo puede suceder y no se sorprenden excesivamente por nada, sino que admiten todo con indiferencia y desaire, sin indignarse, llevando las preocupaciones con infelicidad y mucha gracia.
Tanto el intelectual como el ex militante atrincherados en el cinismo suelen ser personas sin ilusiones, arrebatadas también por las pasiones tristes. No solo perdieron la capacidad de asombro, sienten que todo puede suceder y no se sorprenden excesivamente por nada.
Eso sí, a diferencia del cinismo burgués, que ama el escándalo público, el cinismo de izquierda elige los pequeños encuentros más o menos privados para despacharse. No se hace ilusiones de nada, pero tampoco pretende vender sus ideas a nadie. Tiene una actitud fatigada y displicente.
Los críticos contemporáneos tomados por el cinismo se caracterizan por correrle el cuerpo a las ideas que despotrican. La arrogancia intelectual es proporcional a la incapacidad de ponerle el cuerpo a las cosas. Miran la realidad a larga distancia, la misma distancia cínica que caracteriza a su discurso crítico. Por eso, para Zizêk, el cinismo es una forma “de saber pero no hacer”, implica el conocimiento de las contradicciones del sistema pero es incapaz de actuar de acuerdo a ese conocimiento.
Por mi parte, y a diferencia de los que sostiene Zizêk, quien ve en el cinismo una forma retorcida de crítica social, vemos una actitud llena de desprecio y profunda apatía. Alguien que quiere compensar su impotencia o incapacidad para la acción con una presentación ostentosa de sus conocimientos.

Una ostentación que no llegará más lejos que sus contertulios o lectores eventuales, a los que busca llenarlos de amargura. El cinismo está hecho de escepticismo y descreimiento, pero también mucho regodeo. El crítico cínico se divierte con sus pronósticos fatalistas. Nadie es cínico sólo, también estos necesitan del otro para circular discretamente, al que conmueven para dejarlo más solo todavía, alguien que disfruta “tirando la posta” y después “arréglate como puedas”.
Pero, no hay que confundir el cinismo con la resignación. El intelectual cínico no acepta la realidad, la impugna, pero lo hace con los brazos bajos y a larga distancia. Su crítica está hecha de pasividad. La pasividad es una derrota mal digerida. La derrota de alguien que, en última instancia, piensa que la historia empieza y termina con él, en su biblioteca, en sus soliloquios, en su campo específico donde suele moverse sin ser refutado.
Es cierto, los intelectuales tenemos el derecho a ser pesimistas, pero nunca debemos perder de vista -como le gustaba decir al viejo Althusser- que estamos condenados a pensar por nosotros mismos: “La historia tiene más imaginación que nosotros”; es decir, las futuras generaciones tienen la oportunidad de empezar de nuevo, tienen el derecho a equivocarse también. La historia no empieza y termina con nosotros, “el porvenir es largo”.
