Por Elvio Zanazzi
Ilustración: Juan Soto
“Puede ser que una vez /en un desvelo, descubramos que el mundo es una fiesta y encontremos al fin esa respuesta que desde siempre nos esconde el cielo”. Así comienza Mario Benedetti su “Soneto de lo posible”.
El mundo es en parte una fiesta con tarjetas exclusivas, pulseritas de colores y botellas rotas al lado de la enorme piscina. No hay lugar ahí para las mayorías. De todas maneras hay otros mundos posibles, muy habitables, en los que no falta el mate ni lo hecho a mano, la guitarra en el fogón, el calor de grupo. Esos mundos tienen representaciones, ruidos, epopeyas, trabajo colectivo, luchas, y banderas que no son de arriar.
Los mundos posibles fueron paridos a lo largo de la historia por expresa voluntad de los pueblos, sea porque lograron gigantes revoluciones o por la insistencia de pequeñas historias de resistencia que se volvieron colectivas, enormes.
Tal es el caso en nuestro país de las Madres y las Abuelas de Plaza de Mayo, que le ensuciaron el paño a la brillosa mesa de billar de las carambolas del poder y la muerte. Las luchas de los pueblos descubren, desalojan de sus privilegios al enemigo, merced al mundo posible que inventan.
Todo eso nos enseña que es posible abrir la puerta que dicen está “cerrada para siempre”. Millones de ganzúas se cuelan por las cerraduras del statu quo imperante, ingresan a empujones de ternura y solidaridad, a empellones de organización y lucha. Es mentira que perdemos siempre, nos quieren hacer creer que ese es nuestro destino, que podemos ganar algunas batallas pero nunca la guerra. Pero el pueblo arma trincheras, impone a pecho inflado su conciencia, llena de amor las plazas, los conciertos, ejerce su oficio de evitar lo inevitable, de transformar en pequeñas piedras el molde de las estatuas, de sembrar en el desierto y mostrar que allí nace la hierba, a porfía, a pura fe, a mucho riego.
Hay que transformar hechos heroicos en rutinas de lucha. Hay que caminar en la altura de los tapiales y llegar de una punta a otra, festejar las navidades a la antigua, a puro baile, crear los huecos en los muros que pretenden atajar al viento. Eso de que “dos + dos es cuatro” que se lo metan en el tuje. Las matemáticas las imponen los que suman a beneficio propio, suman lo que les resta a las mayorías. Pero las mayorías son capaces de romper cualquier teorema y crear otro en el que los números se convierten en gente, y la gente se transforma en voces, y las voces se hacen brazos y los brazos proeza.
Otros mundos son posibles si somos capaces de romper con la resignación, si no aceptamos como corderitos el destino que nos han creado. No lo aceptamos. Aceptar es un verbo apestoso. Crear, organizar, resistir, luchar, son las palabras necesarias de la organización popular, la bandera donde flamea la equidad, las cunas donde duermen millones de cristos resucitados y que se levantan mirando un horizonte posible.
Aunque no lo parezca, aunque sea difícil. Hay que arrancarle las orejas al cansancio para que no oiga la voz de los amos del egoísmo. ¿Es posible cambiar la realidad del barrio? Sí lo es. No a modo de hechos temporales sino a fuerza de luchas permanentes. El poder tiembla cuando la creatividad los interroga, los pone en evidencia. Se aterroriza cuando ve una unidad sanitaria levantada por los vecinos, cuando las maestras resisten, cuando los sindicatos paran y dicen cómo debe ser el asunto, cuando los estudiantes hacen algo más que recitar la oración a la bandera.
No hay mal que dure cien años. No debe durar ni diez, ni veinte, ningún tiempo es justificable ante el sometimiento que intentan imponer las minorías siniestras, las que se quedan con la riqueza de las mayorías, las que reparten migajas de la usura en organizaciones que llaman “benéficas”, en donaciones paternalistas, en el brillo de sus propias sombras.
Y que no se atrevan a robarnos la alegría. La alegría es nuestra, es popular, democrática y social, nunca les será posible arrebatárnosla. Tenemos la alegría, los brazos, la memoria, la organización, la lucha. Si todo eso no es un puente a la victoria, entonces interrogo a la conciencia, interpelo a las palabras, que no son Reales, ni académicas, sino complanetarias, emancipadoras, fantásticas y maravillosas, como la luz del pueblo, el sol de la mañana, o del atardecer, que no permitiremos que se lo queden los canallas, que no entibiará la voracidad de los rapaces, sino que calentará el fueguito de las generaciones que vienen, y de las presentes, sí, señoras y señores, que no hay tiempo que perder.
***
La idea de los mundos posibles guía esta edición de Malas Palabras desde las entrevistas, los artículos y también las recomendaciones. Por convicción pero también por la necesidad de promover discusiones saludables, señalar ejemplos de soluciones comunitarias, pero por sobre todas las cosas porque apostamos al pensamiento y la acción del campo popular.