A casi medio siglo del inicio de la última dictadura militar, las diferentes voces del pueblo argentino, abroqueladas o dispersas, logran que la trama del terrorismo de Estado no pase al olvido.
Por Emiliano Guido
Mayo de 1995, Hebe de Bonafini, presidenta de la Asociación Madres de Plaza de Mayo, reúne en el comedor de su casa en la ciudad de La Plata a un grupo de jóvenes que son el germen de la organización H.I.J.O.S. El particular encuentro, mencionado en textos literarios, ha pasado desapercibido en los registros históricos formales.
Los pibes van en busca de un consejo, quieren agruparse, las tareas son varias y no saben por dónde empezar. Hebe pregunta cosas de abuela, no de dirigenta social. A uno de ellos le presta plata para que pueda comprarse una tarjeta telefónica, la necesita para hablar con su novia, que por esos días reside en otro país.
El diálogo, un barullo de gente que se quiere, se hace silencio cuando Hebe les da un consejo: “no militen para que sus padres sean recordados en placas, o monumentos, con el tiempo, los objetos, si se descuidan, solo juntan polvo”. H.I.J.O.S. nace con una premisa política: lo tangible no es necesariamente algo material.
Hebe les da un consejo: “No militen para que sus padres sean recordados en placas, o monumentos, con el tiempo, los objetos, si se descuidan, solo juntan polvo”. H.I.J.O.S. nace con una premisa política: lo tangible no es necesariamente algo material.
El recreo se transforma para el niño Gael, el día deja de ser un espacio ancho y libre como una franja de mar, se angosta como renglón. El profesor de educación física reúne a los dos sextos grados del turno tarde, dos familias que se acercan y repelen por igual, depende cómo sople el viento del día.
Hay una tarea novedosa, rara a oídos de los chicos. Deben trotar diez minutos alrededor del extenso patio de baldosas, una superficie calurosa tras recibir por horas el sol del último verano. En cinco días, las y los estudiantes realizarán la Carrera de Miguel alrededor de la escuela. Recordar a un atleta desaparecido es la manera lúdica que encontró el colegio para corporizar el 24M en la currícula escolar.
Gael regresa a su casa con las mejillas coloradas, cuenta a sus padres la novedad del recreo. Dice que se cansó con la corrida. Menciona las palabras anudadas en su cerebro, “la carrera de Miguel”, y pregunta quién fue Miguel.

Móvil y tenaz, así puede ser la memoria de un pueblo, conjetura Roque, estudiante de la carrera de Letras en la Universidad de Cuyo, mientras lee Desierto sonoro de la escritora Valeria Luiselli. El texto lo convoca: un matrimonio de documentalistas atraviesa en auto el desierto de Arizona para hacer un registro auditivo de voces ancestrales y niños migrantes. El trabajo tiene un componente épico, piensa Roque, los personajes buscan inventariar el habla de pueblos originarios e infancias extraviadas, una tarea dificultosa a la que se abocan con voluntad y cariño. “Es como si quisieran enlazar el viento”, anota en el margen de una página del tercer capítulo.
Roque sigue con atención el diálogo de los personajes, los encuentra palpables, fidedignos. El varón, al mando del volante, cuenta a su esposa porqué lo seduce el habla particular de los apaches. “Si un sentir colectivo logra esparcirse en el aire, ¿se torna invencible?”, piensa el estudiante de Letras y anota la pregunta en el borde de otra página.
Oblicuo sobre el rectángulo catódico, corrido de eje, su voz turbada con amargo espesor, así aparece en la pantalla del televisor, a ojos de la señora Rosa, el ideólogo de cabecera oficialista Agustín Laje.
El periodista realiza la pregunta en un tono comedido. Al momento de responder, el rostro del entrevistado se infla en color morado. Descarga las palabras con ritmo acelerado y un martilleo grave, como si lanzara disparos. Es un discurso de guerra, menciona términos políticos que rasgaron la sensibilidad de otro siglo: “subversión”, “formación irregular”, “seguridad nacional”.
Laje, jerarca de la Fundación Faro, usina de ideas del mileísmo, accede de forma no prevista a la tarde de Rosa. Su zapping televisivo no suele contemplar pasar por el canal América 24; hoy sí, fue un hecho azaroso. Desconoce al portavoz de hierro. Concita la atención su edad, podría ser su nieto, piensa. Su cámara de memoria hace un flashback largo, asemeja la voz de Laje con rostros de los años setenta. Cambia rápido de canal. Encuentra alivio en una telenovela.
La cámara de memoria de Rosa hace un flashback largo, retrocede medio siglo, asemeja la voz de Laje con rostros sombríos de los años setenta. Cambia rápido de canal. Encuentra alivio en una telenovela.
RACA TACA TACA, RACA TACA TACA, el sonido de los redoblantes galopa manso. Tras un puñado de tiempo y con precisión cronometral, el golpe de un bombo corta con un TÁ hasta que, otra vez, vuelve el RACA TACA TACA, RACA TACA TACA.
Los instrumentistas son jóvenes, todos llevan idéntica remera azul, sobre sus espaldas se lee “Memoria, verdad y justicia”. En su contorno, las personas danzan como saltimbanquis, establecen una competencia simpática de agite mutuo, se miran con sonrisas amplias y extienden las manos hacia los costados tanto como pueden.

Marilina, una cordobesa de 20 años, observa la percusión en su teléfono celular. No fue a la marcha del 24M porque está enferma. Desde su cama, rodeada de almohadones, adhiere con la yema de su dedo a la escena el contorno de un corazoncito rojo, que trepa a otros hasta formar una hilera larga y continúa de corazones.
Marilina, una cordobesa de 20 años, observa la percusión en su teléfono celular. No fue a la marcha del 24M porque está enferma. Desde su cama, rodeada de almohadones, adhiere con la yema de su dedo a la escena el contorno de un corazoncito rojo, que trepa a otros hasta formar una hilera larga y continúa de corazones.
Insólito, en un vagón hinchado de pasajeros de la Línea D de la red subterránea, la muchedumbre canta una canción, que no es de fútbol ni de política. La gente retorna de la marcha del 24 M, donde la desconcentración comenzó hace minutos, así que se han subido a tropel al “subte verde”.
No se puede precisar quién rompió el hielo, pero evidentemente la idea prendió. En multitud, ese anonimato gentil, entonan “Canción para mi muerte”, de Sui Generis. Cuando el estribillo exige las cuerdas vocales, la procesión canta los tonos agudos con suma imperfección, pero el fallido colectivo se tolera con aplausos varios. ¿Por qué esa canción, a esa hora, ese día? ¿Es catarsis? ¿Quién tuvo la idea?
Un señor de unos 70 años, con la remera negra arrugada y la piel brillosa, le dice a una mujer, presumiblemente su amiga, quizá su compañera de militancia: “Se ve que algo bueno hicimos esos años”.
Alrededor de la pirámide central de Plaza de Mayo comienza la tradicional ronda de los jueves de las Madres, un acontecimiento político ininterrumpido desde que, por primera vez, casi cincuenta años atrás, en otra Argentina, en otro mundo, las primeras integrantes de la Asociación comenzaron a dar vueltas sobre la plaza porque la guardia policial les había ordenado dispersar su pequeña y pacífica concentración con la clásica orden: “Giren, señoras, giren”. Y ellas lo hicieron.
Casi medio siglo después, otro jueves, las Madres dan continuidad a su ritual. Semana a semana, mes a mes, y año tras año, modifican el lema de la ronda de acuerdo a la interpretación política que hacen de la coyuntura nacional.
En la Argentina gobernada por Milei cuentan con un ramillete de motivos y reclamos para hacer la ronda. En este jueves de marzo advierten que hay poca plata para la salud pública y mucha para pagar la deuda externa. El viento fuerte lleva sus palabras, y la de los manifestantes, hacia el lado sur, donde aplasta el río.