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Nota publicada el 03 / 04 / 2023

¿Qué tiene Rosario que no tenga el resto?

Los delitos callejeros, el tráfico de drogas ilegalizadas, y las disputas interpersonales entre grupos de jóvenes no son patrimonio de la ciudad de Rosario. Sin embargo, allí escalan hacia los extremos. ¿Cuáles son los factores y dinámicas detrás de la expansión de la violencia letal en la Provincia de Santa Fe?

Por Esteban Rodríguez Alzueta*

Lo que está sucediendo en la ciudad de Rosario es el resultado de varios fenómenos superpuestos, procesos todos ellos de larga duración. Hay una historia detrás de la violencia que involucra a otros actores sociales y agencias del Estado. Gran parte de las violencias altamente lesivas están vinculadas a las disputas interpersonales entre grupos de jóvenes en busca de un “cartel” y a la fácil adquisición de armas. Más aún, parte de aquellas violencias nos retrotraen a la existencia de antiguos grupos criminales, muy rústicos y violentos, algunos de los cuales fueron reciclándose en las últimas dos décadas a través de la comercialización de drogas ilegalizadas. 

Según datos proporcionados por el Observatorio de Seguridad Pública del Ministerio de Seguridad (Secretaría de Política Criminal y DDHH del Ministerio Público de la Acusación de la Provincia de Santa Fe), en los últimos dos años se ha estabilizado una tendencia creciente de homicidios asociados a los mercados ilegales (Gráfico 48). Homicidios previamente planificados (Gráfico 49), a partir de un mandato o pacto previo (Gráfico 50). 

Los delitos callejeros, el tráfico de drogas ilegalizadas, y las disputas interpersonales entre grupos de jóvenes no son patrimonio de la ciudad de Rosario. Sin embargo, allí estos conflictos han ido escalando hacia los extremos. Rosario tiene una tasa de homicidios dolosos que duplica al resto del país (287 homicidios en 2022 lo que equivale a 22,01 cada 100 mil habitantes). Lo mismo sucede con las extorsiones y balaceras. ¿Qué tiene Rosario que no tenga el resto de las grandes ciudades del país? ¿Dónde está su singularidad? ¿Cuáles son los factores y dinámicas detrás de la expansión de las violencias altamente lesivas? 

La respuesta a estas preguntas tiene dos dimensiones. Una institucional y otra económica. En esta nota vamos a concentrar en las transformaciones institucionales, y vamos a dejar para la próxima la dimensión económica vinculada a otros fenómenos como el tráfico ilegal de granos, las cuevas financieras, los fideicomisos y la obra privada de los desarrolladores inmobiliarios, es decir, la infraestructura jurídico-contable que supieron aprovechar los actores para blanquear sus ganancias.   

Extorsiones fiscales, loteo e inactividad judicial

Se ha dicho por estos días que la violencia letal en la ciudad de Rosario es consecuencia de la falta de justicia, que se necesitan más jueces y fiscales investigando, y que hay que ser más efectivo a la hora de neutralizar o sacar de circulación a determinados contingentes poblacionales que mantienen en vilo a los vecinos de esos barrios. Sin embargo, las cárceles están repletas de presos que provienen precisamente de esos barrios. En los últimos años, la población encarcelada en la provincia de Santa Fe se ha multiplicado exponencialmente, pasando de tener 3.794 personas privadas de libertad en 2008 a 9.350 en 2022, es decir, se pasó de 117/100 mil habitantes en 2008 a 263/100 mil habitantes en 2021, lo que representa un aumento del 146% entre los dos años mencionados. 

No vamos a negar que falta presupuesto y una estructura adecuada para perseguir la criminalidad compleja. Pero esto no es un problema exclusivo de Rosario, sino de todo el país. Mientras las cárceles en la provincia de Santa Fe siguen llenándose de pobres, casi el 80% de la población encarcelada está por delitos contra la propiedad. Un crecimiento que, en esa provincia, se explica con la última reforma procesal penal que introdujo el juicio abreviado. De hecho, casi el 90 por ciento de las causas penales hoy día se resuelven con un “abreviado”, lo que hace suponer que gran parte del aumento carcelario es la consecuencia de los cambios en las dinámicas judiciales. De allí también que el 48,1 por ciento esté condenado con penas menores a seis años. 

Pero hay otros problemas que tampoco son patrimonio de la justicia santafesina, por ejemplo, la fragmentación de las investigaciones. La justicia lotea la realidad según causas que corren por cuerdas separadas, que tramitan no solo en otro despacho sino en otra competencia. No sólo se parcelan las investigaciones complejas sino las investigaciones de los delitos comunes. El loteo judicial beneficia a las personas que están siendo acusadas o investigadas, porque las causas nunca se acumulan ni se leen de manera completa y compleja. Contamos con una justicia y una procuración que actúa por recorte, nunca por agregación. Por eso la realidad la desborda. Esto no es inocente: El loteo sigue siendo un gran negocio que los prestigiosos estudios de abogados de la ciudad se encargan de comprar y vender a sus clientes comprometidos con la ley. 

Ahora bien, uno de los problemas históricos o de largo arrastre de la justicia de esa provincia, que contrasta con lo que sucede en el resto del país, ha sido la falta de esclarecimiento de los homicidios dolosos, es decir, la falta de identificación de sospechosos a partir de un hecho. Como suele señalar el criminólogo rosarino, Enrique Font, “no hay delito sin control del delito”. Lo dice a partir de una vieja y muy citada investigación que dirigió en la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de Rosario (UNR) junto a Daniel Erbetta, actual presidente de la Corte Suprema de esa Provincia: si sólo en el 64 por ciento de los homicidios se llegó a alguna indagatoria; si sólo en el 34 por ciento de los casos se registró algún procesamiento y tan sólo en el 22 por ciento del universo de casos hubo alguna condena, entonces, “la baja tasa de esclarecimiento contribuye a generar más violencia toda vez que los grupos violentos no suelen erosionarse a sí mismos, no terminan depurados con la cárcel”. Por eso, la otra pregunta que tenemos que hacernos es cuánta de la violencia letal actual está vinculada a la inactividad o déficit en las investigaciones judiciales. 

Con todo, el sistema penal, lejos de llevar tranquilidad a los barrios, le introduce más presión a la vida cotidiana. Cuando se mira, por ejemplo, el domicilio de las personas privadas de libertad de un barrio como Ludueña, nos preguntamos si existe una relación entre las violencias altamente lesivas y el sistema penal. ¿Cuántos de los delitos callejeros y las peleas interpersonales violentas están vinculadas al encarcelamiento masivo? El sistema penal mete mucha presión a los barrios no solo porque lo despoja de gran parte de la fuerza de trabajo para la reproducción social, sino porque devalúa el estatus ciudadano de las personas que encierra y a sus familiares. Muchas personas que pasaron por la prisión no salen más tranquilos y reconciliados, sino llenos de rabia y resentimiento, o con un “cartel” que, por un lado, les permite presentarse y moverse por el barrio como un “tipo duro”, pero por el otro los mantiene permanentemente en el radar del sistema penal. 

Hace algunos años Gabriel Kessler llamó a estar atentos a la acumulación de cohortes en las juntas de las esquinas con diferentes experiencias de socialización. Todos conocen directa o indirectamente a personas de distintas generaciones o camadas que han cometidos delitos en algún momento y que tuvieron vivencias violentas muy distintas. En ese sentido, el libro de la investigadora de la UNR Eugenia Cozzi, De ladrones a narcos, es pionero en el país y muy revelador. Por eso me pregunto, cuánta de la violencia en los barrios está vinculada al sistema penal. Un sistema que, lejos de detener o desacelerar la violencia, contribuye a recrear las condiciones para que los conflictos violentos se reproduzcan.  

No hablo de trayectorias criminales sino de trayectorias penales producto de la presión que ejercen las burocracias policiales y judiciales que mantienen en su radar a determinadas personas por el solo hecho de tener determinadas características sociales y determinada inscripción territorial. Una vez que pasaron por la prisión, continuarán en el radar de las policías, a veces para ser “verdugueados” y otras “mensualizados” (extorsionados para que tributen) a cambio de conservar su libertad. 

Si sólo dos de cada diez personas han pasado más de una vez por unidades de encierro en esa Provincia, eso quiere decir que el sistema penal continúa focalizándose en los eslabones más débiles y sustituibles de los mercados ilegales, pero también –como nos dice el criminólogo Gustavo González, investigador del Programa Delito y Sociedad de la Universidad Nacional del Litoral (UNL)–, nos permite comprender el impacto social que tiene el sistema penal en los territorios donde se condensan los patrones de acumulación social de la violencia.  

De la pirámide a la red: negociaciones particulares 

Hace rato que la policía dejó de ser una corporación para convertirse en un inconjunto de grupos desarticulados que trabajan más o menos desacoplados entre sí. El tiempo de trabajo se reparte entre la institución y “la banda” de la que forman parte. No hay un sistema de recaudación piramidal, organizado jerárquicamente, que le ordene el territorio a la gestión política de turno y agregue certidumbre a los actores protagonistas de los “arreglos”. No sólo recaudan distintos grupos de policías sino operadores judiciales, funcionarios de distinta escala y dirigentes de las diferentes escuderías políticas. En otras palabras: el sistema de recaudación centralizado fue sustituido por negociaciones particulares, por una red de recaudación

Alguna vez, un ex abogado de algunos de los grupos criminales que mantuvieron activos a la prensa local, me dijo: “El problema en Rosario no es la corrupción, sino que la corrupción es muy barata”. Es barata porque todos recaudan: policías, fiscales, jueces, funcionarios, y dirigentes políticos. Los arreglos se multiplican, pero –y por eso mismo– cuestan menos plata. El sistema de recaudación se ha roto y despolitizado, y con ello, el desmadre de la regulación permitió a algunos grupos de empresarios crecer adquirir mayor autonomía. Y que conste que cuando decimos “grupos empresariales” no estoy pensando solamente en los emprendimientos dedicados al transporte, fraccionamiento, distribución y comercialización de drogas ilegalizadas en el mercado local (“narcomenudeo”), sino, además, en los puestos de venta de comida callejera, merchandising y estacionamiento en las inmediaciones a los estadios de fútbol de la ciudad, en la “venta” de tranquilidad (imposición de seguridad privada), etc.  

Para algunos prestigiosos periodistas de esa ciudad todo comenzó, entre otras cosas, con la negación de algunos gobernadores a participar de la “caja policial”. Pero también con la incapacidad recurrente de la política para encarar las reformas y los diálogos que necesitan esas reformas a la hora de compensar la negativa de participar de la “caja policial”. Después de tantos años recaudando, no es fácil ponerle un freno de mano al sistema de recaudación, y el precio que se puede pagar por ello –lo sabemos hoy con el diario del lunes- puede ser muy caro. La participación de la política en la caja es la forma que tiene el funcionariado de turno de testear a la policía, de averiguar la capacidad efectiva de regulación. Desentenderse de la caja, nos guste o no, implica perder de vista no solo a la policía sino a los grupos criminales. Es decir, implica habilitar que todo el mundo pueda recaudar al margen de la política. Eso no significa que la dirigencia política se mantenga fuera de los “arreglos”. De hecho, muchos dirigentes políticos también se van cortar solos, abonando de esa manera a la fragmentación del sistema de recaudación.  

Un sistema de recaudación no es una cuestión de corrupción política, sino de reducción de daños. Para que la recaudación sea efectiva, esto es, impida que los actores diriman sus contradicciones de manera violenta, para evitar que la comercialización se clandestinice (imponiendo horarios y lugares de venta), y cartelice (imponiendo la fragmentación de los grupos), hay que intervenir políticamente. Las negociaciones particulares atentan contra cualquier regulación, y contribuyen a disparar las violencias altamente lesivas. 

El quiebre de la estructura de recaudación piramidal colaboró a que algunos actores pudieran crecer más que otros hasta autonomizarse de la regulación policial. Antiguos transas barriales se convirtieron en pequeños empresarios que comenzaron a reinvertir sus ganancias en otros emprendimientos, a veces para blanquear el cuantioso dinero obtenido, otras veces para expandirse a otros rubros, no necesariamente criminales.  

El universo transa en la ciudad de Rosario tiene su singularidad. A diferencia de lo que sucede o sucedía en otras provincias donde había muchos grupos relativamente pequeños, en Rosario existían pocos grupos relativamente grandes. Es decir, la comercialización de drogas se había verticalizado. Mientras en otras provincias, como Buenos Aires, el narcomenudeo permaneció horizontalizado o fragmentado: había muchos grupos, pero casi todos pequeños, con escaso desarrollo territorial. La horizontalización es el resultado de la regulación “exitosa” que había impuesto la Bonaerense. Nadie podía crecer demasiado, porque eso implicaba autonomizarse de la regulación policial. Por eso, cuando uno de estos grupos crecía demasiado y, por ejemplo, aparecía con autos de alta gama todos los días, se le “armaba una causa” para mandarlo una temporada a la “casa grande” y de esa manera retroceder unos cuantos casilleros. Esto sucedía, por lo menos hasta hace unos años, porque en algunos barrios del Conurbano (por ejemplo, en el Partido de San Martín) estamos viendo que la Bonaerense ya no puede reproducir la antigua performance, y hayan crecido algunos grupos que apelan a la violencia para dirimir sus contradicciones.  

En cambio, en la ciudad de Rosario, el desmadre policial y el desarreglo político, esto es, la ruptura del sistema de recaudación piramidal, permitió que algunos grupos crecieran más de la cuenta y pudieran prescindir –siempre hablando en términos relativos– de algunas reglas que imponía la clásica regulación policial. Más aún, algunos grupos policiales con cobertura judicial se convirtieron en socios menores de algunos de estos emprendedores. 

Pero ahí no termina la historia: como se dijo arriba, la justicia llevó a la cárcel a los referentes más importantes de estos emprendedores que ahora intentan mantener sus negocios desde de la cárcel, en abierta disputa con otros grupos –algunos de ellos ex miembros del mismo grupo que ahora rivaliza con ellos– que, estando afuera, deciden asumir como propio los espacios dejados por aquellos.  

Anemia política

Como nos previene Gustavo González, “si bien las denominadas debilidades estatales, puede presentarse como una variable considerable para comprender el impacto de las facciones y grupos y sus prácticas en el campo de la seguridad ciudadana, debemos tener presente que la violencia altamente lesiva en general y el narcotráfico en particular, no constituyen un simple producto de la debilidad o la ausencia estatal o solo el reflejo de estados subordinados al poder de estos mercados ilegales”.

No obstante, no creo equivocarme si agrego que, en la última década, entre los funcionarios responsables en la materia, ha faltado mucha musculatura política y capacidad de reacción. La política se quedó sin interlocutores para dialogar con estos grupos y, lo que es peor, sin ideas, y cuando las tuvo, se encargó de dinamitar los consensos políticos que se necesitan no solo para llevar a cabo las reformas de largo aliento sino –en el mientras tanto– para volver a implementar sistemas de reducción de daños. La mejor prueba de lo que estamos diciendo es la mirada terraplanista o aplanadora con las que trabajan tanto los funcionarios de las carteras principales del gobierno provincial y local como las autoridades federales: para ellos todo es narcotráfico, todo se carga a la cuenta de las disputas territoriales entre narcos y, al hacerlo, no solo pierden de vista otros conflictos sociales violentos, con mucha historia en el territorio, sino el papel que les cabe a las propias instituciones del Estado en la reproducción y expansión de las violencias altamente lesivas.    

En definitiva: no sólo la policía ha perdido la capacidad para detener la violencia, también la justicia en la medida que permanece aferrada a viejas y nuevas prácticas. Si se encuadra a Rosario desde el paradigma de la “guerra a las drogas”, es de esperar que el tratamiento despolitizado de las conflictividades, esto es, la criminalización de la comercialización de drogas ilegalizadas y el despliegue de más fuerzas estatales (gendarmes o militares), lejos de traer más tranquilidad a los rosarinos agravará los problemas. 


*Docente e investigador de la Universidad Nacional de Quilmes y la Universidad Nacional de La Plata. Director del LESyC y la revista Cuestiones Criminales. Autor entre otros libros de Temor y control, La máquina de la inseguridad,Vecinocracia: olfato social y linchamientos,Yuta: el verdugueo policial desde la perspectiva juvenil y Prudencialismo: el gobierno de la prevención.

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