Por Claudia Rafael.-
La confirmación de que el cuerpo hallado en Villarino era nomás el de Facundo Astudillo Castro, nos volvió a meter en la oscura sensación de que la desaparición seguida de muerte sigue ocurriendo también en democracia. Ha pasado a ser como una cultura posible más allá de los milicos. Y no del todo rechazada. O, por lo menos, rechazada con mayor o menor fuerza de acuerdo a si el que gobierna es voto propio o ajeno. Doloroso
(APe).- Y habrá que arrancar la verdad con los dientes y las uñas. Quitar las máscaras y las montañas de encubrimientos y dar rienda suelta a los ríos de certezas. Para rescatar a Facundo del barro más hondo y llevar su nombre como grito colectivo.
No le permitieron cumplir sus 23 años. El manojo de huesos hallado en Villarino Viejo, a escasos 20 minutos de Bahía Blanca, era de Facundo Astudillo Castro. El Equipo Argentino de Antropología Forense confirmó que esos huesitos fueron, hasta hace unos pocos meses, el sostén de ese pibe que crecía en Luro, un pueblo del sur bonaerense de poco más de 20.000 habitantes. Que fatigaba los días como parte de un semillero de chicas y chicos de los arrabales. Que le silenciaba, como suelen hacer los pibes, el teléfono a esa mujer que hoy alza el grito por él en busca de justicia, cuando quería evadir los controles maternales.
La crueldad se sigue personalizando, ya cristalizada para siempre, en la voz policíaca del teniente coronel médico y ministro Sergio Berni, que ha repetido hasta el hartazgo que el reclamo de Cristina Castro es «un gran show para imputar gente inocente». Y qué le dirá ahora, cuando los forenses lograron reconocer detrás de esos huesos a quien fue su muchacho. Qué le formularán –como verdades reveladas- los funcionarios judiciales. Los fiscales. Los secretarios. Qué querrá contarle cada uno de los policías que reiteraron falsedades y diseminaron pistas que sólo conducían a huecos oscuros y vanos. Qué serán capaces de dibujar los portavoces del mal hacedores de operaciones mediáticas y de desviaciones conspiradas.
Quién, de cada uno de ellos, tendrá la valentía de repetirle a esa mujer de 42 años, que crió sola a Alejandro, Facundo y Lautaro, y que a diario trabaja en la limpieza de una estación de servicio, que su hijo se perdió, se ahogó, se quiso ir como le han replicado a lo largo de décadas a las decenas de miles de madres que buscan a esos hijos y hijas engullidos por las fuerzas del poder.
“Un hijo es el alma de las mamás, hay que escuchar a las mamás de los desaparecidos, de los pibes que aparecen suicidados en las comisarías. Nunca más Facundos, ni chicos ahorcados, desaparecidos, suicidados en comisarías. El nunca más tiene que ser realmente nunca más», le decía Cristina Castro a la periodista Adriana Meyer en el fragor de su búsqueda.
Facundo ya no es el pibe desaparecido al que hay que encontrar. Y revolver cuantas veces sea necesario entre las piedras y los calabozos. Husmear hasta lo indecible con perros entrenados y con peritos sagaces para rescatarlo con sus respiros aún latentes desde los fosos más sombríos. Es hora de desenmarañar connivencias. De destapar complicidades como si se tratara de ollas de argamasa. Desentrañar la verdad de a dentelladas entre la arena y el pedregullo. Arañar el fango hasta toparnos con las huellas de la perversidad institucional.
Facundo se hermana en estas horas con ese ejército de pibas y pibes morochos que danzan una batucada interminable. Mientras las miles y miles de Cristinas siguen rotas pero enteras, cantando ninanas eternas, como leonas rebosantes y caudalosas capaces de amamantar a las perpetuas hileras de pibes masacrados, pariéndose una y mil veces a sí mismas hasta el hartazgo, sabiéndose hermanadas con millones de madres que buscan y no encuentran más que la crueldad del sistema que roba a los pibes que creerán olvidados. Y no cuentan, nunca cuentan, con que el grito se hará pancarta.
Sabedores de que la justicia, finalmente, es.
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Una fuerza de seguridad que
no puede llamarse democrática
Por Fabián Salvioli (profesor y doctor en ciencias jurídicas de la Universidad Nacional de La Plata. Fue presidente del Comité de Derechos Humanos de las Naciones Unidas)
Habrá que pedir insistentemente que las personas responsables de la desaparición y ejecución de Facundo Astudillo sean juzgadas y condenadas.
La responsabilidad del Estado es -bajo el derecho internacional- de tipo objetiva. Basta saber que ha sido detenido por efectivos de la Policía de Buenos Aires sumado a la prueba indiciaria posterior para que el Estado sea responsabilizado en cualquier órgano interamericano o de Naciones Unidas que tenga competencia en la materia.
La democratización efectiva de las fuerzas de seguridad es todavía una deuda pendiente en todo el país; no se trata de participar o no en golpes de Estado. Una fuerza que no actúa conforme a la ley, que realiza usos abusivos de la fuerza, que discrimina bajo estereotipos, que tortura y que practica desapariciones forzadas -aún de manera no sistemática- y cuyos integrantes reaccionan de manera corporativa conociendo de los hechos, no puede llamarse democrática.
Quiero un país en que estas cosas no sucedan, en el que a nivel político no se aplauda ni apoyen, ni encubran hechos como estos; en el que no haya discursos políticos complacientes con los sectores fascistas para ganar votos; quiero fuerzas de seguridad donde los «Chocobar» no tengan cabida ni amparo. Quiero fuerzas de seguridad que no sean corruptas y que se apeguen a la ley en su accionar, porque no quiero que mañana a mi hijo por la calle le pueda suceder lo que le pasó a Facundo.
Mi solidaridad más amplia con la familia; juicio y castigo a las personas responsables directas, cómplices y encubridores. Depurar de una buena vez los bolsones que nunca terminaron de democratizarse en el país.
Ahora cabe pedir, sin salir a marchar por responsabilidad social. Cuando pase la pandemia, saldremos a la calle, y estaremos las y los de siempre reclamando justicia.
Quienes estigmatizaron a Santiago Maldonado y a su familia, por favor abstenerse. Ya es bastante el dolor como para además tener que aguantar la hipocresía.