Un recorrido a través de la filosofía y las artes por una palabra llena de malentendidos.
“No creo que nunca / Sí, que nunca / No creo que nunca / La hemos pasado tan mal”
Pappo Napolitano en Adónde está la libertad
Por Esteban Rodríguez Alzueta*
Hay palabras que necesitan otra oportunidad, una nueva oportunidad. Palabras que fueron pisoteadas, contradichas, escupidas, doblegadas, que forman parte del ambigüario de la época. Una de ellas es la libertad, una palabra llena de malentendidos. Cuando tenemos un Presidente que hizo de la libertad una consigna, un estandarte, la brújula de sus decisiones, necesitamos volver sobre ella, sacarla del basurero donde fue arrojada. Vamos a ponerlo con una pregunta: ¿De qué hablamos cuando hablamos de libertad?
No estamos solos ante semejante pregunta, ha sido una cuestión recurrente. La filosofía, pero también las artes, crecieron con esa palabra, llenándola de nuevos sentidos y desafíos.
Creo no equivocarme si digo que la libertad es la lucha por la libertad, una tarea inconclusa, siempre pendiente. La libertad no es un regalo de navidad que encontramos en el arbolito el veinticinco a la noche, algo que se aprende mirando un tutorial en YouTube, ni una aplicación que podemos descargar en nuestro celular. Puede que las personas “con suerte”, con una herencia en su haber, que nacieron en una familia adinerada, tengan las cosas más sencillas y puedan moverse de un lugar a otro, elegir dónde estudiar, dónde vivir, vacacionar y trabajar. Pero eso no significa que sean más libres. La libertad “es otra cosa”. Tal vez estas personas tengan ampliadas las opciones de vida, pero no hay que confundir la opción con una elección, mucho menos con la resignación.
Dónde hay miedo no hay libertad, pero tampoco donde existe precariedad. Donde se instala la precariedad en las relaciones humanas, las chances de la libertad se reducirán considerablemente. La economía colaborativa no está hecha de libertad sino de mercantilización de la vida privada. Cuando la vida y el trabajo se integran, cuando la vida familiar se subsume a la vida laboral, y nadie tiene tiempo libre, pero también cuando se confunde el trabajo con la sobrevivencia, entonces, la libertad está siendo puesta en jaque. El trabajo precario devora nuestras vidas y no nos permite disfrutar del tiempo libre, de vincular la libertad a la creatividad, de inventarnos como una obra de arte. Pero tampoco de vincular el tiempo libre a los problemas de los otros. Si hay que sumar ingresos para reproducir la vida, en un contexto de extrema competencia, tomado por el consumo y la meritocracia, nos convertimos en empresas de nosotros mismos que desean auto exprimirse cada vez más. De hecho, la libertad que auspicia La Libertad Avanza encuentra en la precariedad y el esfuerzo, una forma para su aplazamiento. Una libertad que está siendo capturada por el capital para valorizarse, una libertad que se patea para tiempos mejores. El libertarianismo está sembrando el camino de servidumbre y cansancio.
Pero estaba diciendo que la libertad es una palabra con historia. Y acaso por eso mismo la libertad no haya sido siempre la misma libertad, no solo porque las luchas no estuvieron hechas por los mismos hombres y mujeres, sino porque tampoco tuvieron el mismo contexto, los mismos obstáculos y desafíos, las mismas intenciones, la misma sensibilidad, las mismas motivaciones y finalidades.
Una de las primeras frases a través de las cuales me llegó la palabra libertad, fue la siguiente: “la libertad de uno termina donde comienza la libertad del otro”. Era una consigna destinada a convencernos de que la libertad era una empresa individual, pero también una manera de imponer límites a través de la libertad. No hay libertad sin límites, los límites son constitutivos de la libertad. Con el tiempo, me di cuenta que se trataba de una versión pijotera o encorsetada de la libertad. No solo era la versión liberalísima, sino restringida, compartimentada, hecha a la medida del individuo aislado, anclado en su propiedad, girando exclusivamente sobre sus propios intereses.
Es cierto, existe la libertad porque hay una estructura. La libertad no funciona en el vacío social, existen estructuras, pero también convenciones que ejercen una presión constante para que nos adecuemos a determinadas maneras de pensar, sentir y obrar. Alguna vez le escuche decir al músico Bill Evans que, para poder improvisar, saltar arriba de las teclas de su piano, irse por las ramas, ser libre, necesitaba una partitura, una estructura previa. Podemos ser libres porque tenemos una estructura como marco previo. Concretamente: “Algo que hay que recordar es que sin importar cuan lejos me haya alejado y cuántas libertades me haya tomado respecto a su estructura, sólo se es libre en tanto siga siendo una referencia a la forma original estricta. Es eso lo que le da fortaleza. En otras palabras, no hay libertad si no se toma algo como referencia”.
La libertad es un aullido que puede confundirse con un riff de guitarra, la improvisación de un rapero en el tren Roca, pero también con un poema de Allen Ginsberg recitado arriba de un Corvette por la ruta 66. “La libertad es fiebre, es oración, fastidio y buena suerte”.
Cuando llegué a la universidad pública encontré otra versión de la libertad, que estaba hecha de fraternidad, empatía, de otros esfuerzos, que demandaba otra sensibilidad. No hay libertad sin fraternidad. La fraternidad es constitutiva de la libertad. El príncipe Kropotkin la reescribió en clave spinoziana: “la libertad de uno se refuerza con la libertad del otro”, esto es, si el otro no es libre yo no soy tan libre como creo serlo. Mi libertad necesita de tu libertad. Lo digo con Ginsberg: “mientras no estés a salvo yo no voy a estar a salvo”. Por eso insisto con Spinoza, para saber lo que puede un cuerpo, hay que juntarse con otros cuerpos: La potencia de uno se potencia con la potencia del otro. Acá la libertad no estaba hecha de límites ni decisiones individuales y solitarias, sino de esfuerzos compartidos, de mucha cooperación y sensibilidad social.
El filósofo Maurice Merleau Ponty tiene otra frase maravillosa: “no se es libre solo”. Para sentirse dueño de sí, pero también alegre, se necesita una forma de coexistencia. No hay conciencia en singular, como tampoco hay libertad de un único hombre. La libertad, por definición, se comparte. Se es libre con los otros, y los otros nunca son los idénticos a nosotros.
Acá llegamos a un punto central: la libertad reclama la multiplicidad. No es la libertad del pueblo o un movimiento sino la libertad de la multitud, de aquello que se resiste a tener un sentido fijo, una única dirección, una identidad, un dogma. Donde hay un canon la libertad ingresa a una zona de confort sembrada de problemas, y se la suele confundir con la obediencia debida.
Hay otra frase de la escritora norteamericana Flannery O’Connor donde se señala: “el libre albedrío no significa una voluntad sino muchas voluntades contradictorias en un único individuo. La libertad no puede concebirse en términos sencillos. Es un misterio.” Me interesa esta reflexión porque la multiplicidad no sólo está afuera sino adentro de cada uno. Yo soy otro, soy mis amigos, las discusiones interminables con mis colegas o los compañeros de la oficina, las tensiones o contradicciones permanentes, esto es, soy un proyecto, una tarea inconclusa, la posibilidad de convertirme en otra cosa por la sencilla razón que nunca soy uno, esto es, una identidad cristalizada de una vez y para siempre. Siempre nos vamos corriendo de lugar, inventando y reinventando todo el tiempo.
Suele buscarse la libertad allí donde no se encuentra, en la voluntad, en la elección de los actos o en el cerebro de las personas. La libertad, dice el filósofo Sloterdijk, “es la disponibilidad para lo improbable”, pero también algo que “permanece fiel a su negatividad occidental en su giro hacia su obrar práctico”. En efecto, la libertad es la posibilidad de decir No. La realidad no se dispone para ser aceptada sino impugnada. Una tarea en la que hay que invertir buenas dosis de libertad, de indignación y protesta. Donde hay resignación no hay libertad. La libertad necesita de un grito visceral que nos despabile, la impulse y acompañe.
La libertad de la que estamos hablando, entonces, es la libertad colectiva. Las cosas no se moverán por pura prepotencia individual. No existen los superhéroes que reparen nuestras desgracias. Los cambios son colectivos o no son cambios. Las terapias y prácticas new age que cargan todo o casi todo a la cuenta del individuo armonizado apuestan a dudosas transformaciones meramente individuales: La libertad se transforma en una empresa privada, la elección oportuna para tomar las riendas del aburrimiento, apagar el televisor y empezar a hacer yoga o un taller de cerámica. No hay que confundir la libertad con la felicidad, sobre todo cuando esta se organiza alrededor de la pavada y los insumos que provee la ideología felicista, sea un viaje a Miami, un partido de fútbol, el festival de Lollapalooza, un perro, un plato de ravioles y todas las fotos que subimos en nuestras redes sociales.
Termino y lo hago con las palabras del escritor italiano, Erri de Luca. Él dice que cuando perdimos la igualdad y la libertad, nos queda todavía la fraternidad. La fraternidad es la oportunidad de recomenzar, de reconquistar la libertad ampliada y múltiple que necesita la igualdad. Es cierto, hay un largo debate sobre la libertad y la igualdad. ¿Qué fue primero, o qué se necesita primero? ¿La libertad o la igualdad? No es un debate menor. Pero en las sociedades tomadas por la matriz neoliberal, cuando ya no tenemos igualdad y la libertad ha sido bastardeada hasta volverse una cosa amorfa, se necesita hacer pivote en la fraternidad para volver a empezar, intentarlo una vez más.
En definitiva, la libertad es demasiado importante para dejarla en manos de los liberales y los libertarios.
*Docente e investigador de la Universidad Nacional de Quilmes y la Universidad Nacional de La Plata en Argentina. Profesor de sociología del delito en la Especialización y Maestría en Criminología de la UNQ. Director del LESyC y la revista Cuestiones Criminales. Autor, entre otros libros, de Temor y control; La máquina de la inseguridad; Vecinocracia: olfato social y linchamientos, Yuta: el verdugueo policial desde la perspectiva juvenil, Prudencialismo: el gobierno de la prevención; La vejez oculta y Desarmar al pibe chorro.