El triunfo del neoliberalismo implica, también, instalar la necesidad de replegarse a una vida solitaria y consumista, o de practicar una sociabilidad acotada, donde solo se conversa con semejantes o aduladores.
Por Esteban Rodríguez Alzueta
“El mayor peligro es el peligro de replegarse en los mundos más íntimos”, May Sarton.
“Para triunfar, el mal solo necesita la inacción de los hombres de bien”, John Stuart Mill
“La impotencia genera violencia, y cuanto más impotentes se sientan estos grupos, mayor será el peligro de que estalle la violencia”, Hannah Arendt
La polarización política, la intolerancia religiosa y los nacionalismos o localismos refractarios, pero también la xenofobia, el racismo, la expansión del crimen violento, las acciones individuales o colectivas disruptivas y punitivas, y los discursos de odio contra las minorías, asoman otra vez la cabeza. Todos fenómenos que deberían llevar a preguntarnos si no estamos viviendo nuevos tiempos oscuros.
Los tiempos oscuros siempre han sido tiempos de difamación y persecución. Pero, esta vez, la oscuridad llega con muchas habladurías y efectos especiales atractivos y cuenta con canales de difusión muy efectivos. El silencio cede a la charlatanería y el páramo se transforma en un espectáculo. Nunca encajó mejor la frase acuñada por Rousseau para expresar su pesimismo: “¡qué ciegos estamos en medio de tanta luz!”
Frente a estos tiempos sentimos la tentación de retirarnos al fuero interno, “a la invisibilidad del pensar y el sentir”, y nos desplazamos otra vez del espacio público a la vida interior. Una suerte de exilio introspectivo que se completa con un apagón informático. “¡Hay que desconectarse!”. Es entendible y sano, sobre todo cuando somos incapaces de confrontarnos con una realidad que se nos escapa y queremos cortar cualquier vínculo que nos devuelva a la realidad cruda y dura.
Tenemos sobradas justificaciones para vivir al margen de la vida pública y “desensillar hasta que aclare”. Se sabe: “cuando el mundo tira para abajo es mejor no estar atado a nada”. Pero, la huida del mundo hacia el escondite interno forma parte también de los planes auspiciosos que compramos al neoliberalismo. Un modelo que organiza la sociabilidad según los algoritmos y disponiendo espacios de encuentro íntimos a partir de nuestras afinidades anímicas, reuniendo a las personas según tengan las mismas costumbres en común, compartan los mismos estilos y las mismas pautas de consumo. Esta forma de vincularnos (en función de las analogías identitarias y emotivas) no sólo contribuye a aislarnos en grupo de la realidad, sino, por añadidura, a volvernos cada vez más indiferentes e impotentes.
“La huida del mundo hacia el escondite interno forma parte también de los planes auspiciosos que compramos al neoliberalismo. Un modelo que organiza la sociabilidad según los algoritmos y disponiendo espacios de encuentro íntimos a partir de nuestras afinidades anímicas”.
En efecto, la micropolítica identitaria encubre una profunda impotencia. No solo porque nos obliga constantemente a mirar hacia atrás (el pasado traumático que nos transformó en víctima) sino a mirarnos el ombligo, o el ombligo de la gente como uno. En tiempos de oscuridad resplandeciente, cuando las instituciones y las organizaciones políticas no le encuentran el agujero al mate, es fácil dejarse seducir por los llamamientos tribalistas o identitarios que nos encierran en círculos afines, fragmentando la ciudad y reorganizando la vida privada a partir de los espacios y circuitos socialmente homogéneos que frecuentamos.
Allí donde nos sentimos el centro de la escena y podemos dar rienda suelta a nuestra pantomima sin preocuparnos por lo que pueda pensar y sentir el otro. Pero, sobre todo allí donde nos sentimos segurísimos y reconfortados. Dicho de otra manera: hacerse el boludo y anotarse en el coro de los raros. Hablamos de una huida individual, no colectiva, aunque esta sea un fenómeno masivo. No hay un éxodo de la multitud sino una fuga individual hacia otra burbuja encantada.
Impotencia y pasiones tristes
Nos quieren tristes porque nos necesitan impotentes. Por eso ofrecen el repliegue o aislamiento como vía de escape. Un repliegue que llega con un montón de chatarra ideológica: psicología positiva, yoga, talleres de literatura superyoica y mucho fitness y gym, pero también con muchas series de Netflix, vida en familia y tablet, PlayStation y vida confortable, fútbol global, turismo en cómodas cuotas y, sobre todo, muchas redes sociales para colgarse de una palmera durante horas y perdernos mientras perdemos el tiempo.
“Un repliegue que llega con un montón de chatarra ideológica: psicología positiva, yoga, talleres de literatura superyoica y mucho fitness y gym, pero también con muchas series de Netflix, vida en familia y tablet”.
Porque el aislamiento -dicho sea de paso- tampoco estará dedicado al cultivo de sí. Como dijo Hannah Arendt, en su libro Entre el pasado y el futuro, en una sociedad de consumidores, el ocio ya no se usa para el perfeccionamiento personal, mucho menos para la adquisición de una posición social superior, sino “para más y más consumo y más y más entretenimiento”.
De lo que se trata es de pasar el rato, compensar la impotencia con entretenimiento, pero también con pasiones bajas (odio, resentimiento, ira, envidia). La búsqueda del espectáculo y chivos expiatorios se convierten en el mejor pasatiempo que tienen las personas cada vez más solas y encerradas entre cuatro paredes.
Para el filósofo italiano, Paolo Virno, las formas de vida contemporánea están tomadas por la impotencia: “Una parálisis ansiosa coloniza la acción y el discurso”. No estamos lidiando con la ausencia de una capacidad, sino con la inhibición duradera de su ejercicio efectivo. La impotencia está hecha de acciones negativas que parasitan (infiltran) y atrofian (contaminan) la potencia. Acá, “repliegue”, significa abstención, aplazamiento, demora, vacilación, mirar para otro lado.
Repliegue que se transita a veces con malhumor, y otras veces con cinismo y arrogancia, con frustración recurrente y permanente, ansiedad o abatimiento, timidez pública o resignación, indignación refunfuñante pero íntima, siempre solitaria.

Indiferencia y apatía
El esfuerzo por cerrar los ojos tiene otro nombre: indiferencia. La indiferencia es la incapacidad para ponerse en el lugar del otro. Cuando las personas no pueden o no quieren ponerse en el lugar del otro, no sólo ya no quieren seguir pensando, tampoco quieren seguir sintiendo. La imaginación se atrofia y con ella nos volvemos indolentes. La indolencia es uno de los rasgos de la vida en la gran ciudad. La indolencia vuelve apáticos a los individuos. No reconocerá sus problemas y tampoco los puntos de vistas distintos sobre el resto de las cosas. La indolencia genera indiferencia. Los vecinos indolentes tienen el alma embotada frente a las diferencias o las dificultades del otro.
Esto era algo que ya había advertido George Simmel un siglo atrás: la gran ciudad va aturdiendo los sentidos hasta anestesiarnos por completo. La indiferencia se transformó en la gimnasia cotidiana de una sociedad cada vez más alienada, entrenada para no ver y seguir de largo. Una sociabilidad urbana organizada a través de la indiferencia y la apatía. Todos los días, apenas ponemos un pie en la calle sorteamos montones de “cosas”, entre ellos a los vagabundos, mendigos, cartoneros, trapitos, feriantes, niños en situación de calle, y muchas personas con evidentes problemas de salud mental.
Nos sentimos el centro del mundo, pero negamos al resto que nos rodea, sobre todo si no comparten nuestros estilos de consumo, tienen otros modales, usan otras palabras, hacen otros gestos. La indiferencia es la manera que elegimos para estar en el barrio y recorrer la ciudad.
Todo el mundo sigue y nadie se detiene. El prójimo está otra vez lejano. Los niños mendigan o bardean; algunos se prostituyen y drogan en vivo y en directo, duermen en un banco de la plaza o adentro de un cajero bancario. No obstante, nadie los ve, todo el mundo cerró los ojos, la gente contiene la respiración y acelera el tranco. Pero, todos o casi todos, eligen no mirar. Nadie se mete, para eso está la policía. Los vecinos, en tanto ciudadanos, están entrenados para activar el piloto automático. Viven bajo el precepto de Antón Pirulero: “cada cual atiende su juego, y el que no una prenda tendrá”.
Ahora bien, cuando los ciudadanos retornan a su barrio y se transforman en vecinos, nada les parecerá indiferente. La apatía se vuelve antipática. Se vuelven muy sensibles hasta la repulsión. Un vecino prudente es un individuo contrariado, con sentimientos hostiles, que anda a la defensiva, relojeando su cabeza para todos lados. El más mínimo movimiento le llamará la atención, sobre todo la presencia de extraños “merodeando” por el barrio, individuos que tienen otros estilos de vida, que merecen su especial atención, su compromiso, la oportuna delación.
Los vecinos viven en estado alerta, saben cómo moverse en el barrio, qué hacer cuando entran a su domicilio, y conocen los teléfonos de los otros vecinos. Están cada vez más conectados y alertas de lo que sucede en el barrio. Los vecinos saben cuidarse entre sí, y por eso no dudarán en llamar al 911 para advertir la presencia de personas sospechosas para que la policía los testee y corra de los límites del barrio. Si hay pobreza que no se vea, mucho menos en el barrio donde vivimos.
Estamos hablando siempre de los mismos individuos que pendulan entre la apatía y la antipatía. Individuos desgarrados por una doble sensibilidad, una manera de estar y sentir que reclama de ellos una total desatención cuando se mueven por el centro de la ciudad, pero la máxima atención cuando ingresan al barrio. Un pogo anímico del que sabrán bajar con los aportes de los ansiolíticos.
Descompromiso y desapego político
En las sociedades de rendimiento, cuando el tiempo de trabajo precarizado se prolonga y se confunde con la vida cotidiana, cuando la preocupación por el dinero que no sobra ni alcanza se vuelven una obsesión, la gente no solo se va quedando planchada, sin batería, sino que además las ganas de juntarse van quedando cada vez más lejos. Lo único que deseamos es llegar a casa, enchufar el televisor y destapar otra cerveza. Eso no significa que la gente no se junte.
Pero, la gente ya no se reúne, sino que se amontona; se junta sin reunirse. Se amontona en el tren, en el bondi o el micro; se amontona en la calle y las ferias; se amontona en los recitales o los eventos deportivos. Allí no hay lugar para las relaciones entre-nos, cada uno anda replegado sobre sus propios problemas, encorvado sobre su celular, sobre las noticias que lee con indignación e indiferencia, sobre los juegos solitarios que colaboran a sobrellevar los días, que permiten neutralizar el entorno, evitar el contacto visual, una reflexión compartida.
Los ciudadanos reniegan de su máscara. Lo único que esperan de la política es que proteja sus expectativas consumistas. Hasta ahí llegará su amor. Como dijo la filósofa holandesa Joke Hermsen: “El hombre ha empezado a interpretar su libertad como libertad de desentenderse de la política y el mundo, y cada vez más gente decide apartarse del mundo y faltar a sus obligaciones para con él.”
El descompromiso del Estado de la cuestión social se completa y profundiza con el descompromiso o retiro de los ciudadanos de la cuestión común. Perdemos de vista el espacio común, como si el mundo fuera una mera fachada tras la cual se ocultan las personas. Los individuos reniegan de su ciudadanía, se comportan como el mercado les enseñó en todas estas décadas: como clientes o consumidores con derechos. Decime cuál es tu capacidad de consumo y te diré hasta dónde llegarán tus reclamos, cuál será el alcance de tu voz.
Dicho de otra manera: la impotencia y la indiferencia son la expresión de la desconfianza política, pero también de la incapacidad de la política para estar cerca de la gente, para escuchar y hacerse eco de sus problemas. Es cierto que el mercado hizo mucho lobby para desautorizar a la política, pero también la política hizo bastante mérito para ganarse la decepción de la gente y ésta empiece a mirar hacia otro lado. Para la gente en general, política es sinónimo de privilegios, enriquecimiento (lícito o ilícito, eso poco importa), de rosca y toma de decisiones que no nos incumben. “Casta” es una buena categoría que supo captar esa desconfianza, la expresión de la desafección política.
La indiferencia reemplazó el consenso social, por cierto, cada vez más imposible. No hay infraestructura social ni humana para construir o tramitar consensos. Mucho menos para hacer evidentes los disensos. Ya no se trata de averiguar “cómo podemos vivir juntos” sino cómo puede salvarse cada uno. Por eso, al individuo replegado, indiferente e impotente, le basta con un Estado chico, pero fuerte, un orden que garantice la libertad y la seguridad. El resto de las cosas las tendrá sin cuidado. Ese es el mundo que construyó el neoliberalismo, pero también el fracaso de las políticas progresistas.
Cautela y canción
No dudamos que sean tiempos de cautela. Pero, tener una actitud de cautela no significa que debamos recluirnos entre cuatro paredes. Al contrario, es el momento de corregir nuestros umbrales de tolerancia para abrazar a los que no nos son precisamente afines. Necesitamos más pluralismo cultural, más paciencia, menos estudios poscoloniales radicalizados, menos nihilismo relativista. No dudamos tampoco que los tiempos de crisis son tiempos introspectivos. Están hechos para parar la pelota y rearmar el equipo. Llegó el momento de hacer algunos cambios, y sacar al banco suplente, pero también de cambiar las tácticas de juego. No solo conviene componer una canción nueva, sino encontrar otros intérpretes y, lo que resulta más importante, otra manera de componer la partitura.
“Al contrario, es el momento de corregir nuestros umbrales de tolerancia para abrazar a los que no nos son precisamente afines. Necesitamos más pluralismo cultural, más paciencia, menos estudios poscoloniales radicalizados, menos nihilismo relativista”.
Por eso termino y lo hago con Bertolt Brecht cuando se preguntaba: “En tiempos oscuros ¿también se cantará? También se cantará sobre los tiempos oscuros”.