Corría 1980 y Adolfo Pérez Esquivel recibía en la sede de la embajada Noruega en Buenos Aires la noticia de su designación como Nóbel de la Paz. Ese 13 de octubre constituyó un duro golpe para la dictadura genocida y aire fresco para las organizaciones que buscaban canales para difundir las violaciones a los derechos humanos que se multiplicaban en el país.