Tras las marchas masivas de la CGT y la FUA de inicios de año, la protesta callejera cede en intensidad y se restringe a la perimetral impuesta por Bullrich. ¿El pueblo argentino, tradicionalmente plebeyo y creativo para la acción directa, transiciona a una sensibilidad más calma y obediente?
Por Emiliano Guido
Ilustración: Juan Soto
Tarde de mediados de mayo, sobre una vereda angosta del barrio de Belgrano un grupo numeroso de empleados de Sanidad advierten sobre el probable cierre de su fuente laboral. En la nimia superficie convergen atropellados trabajadores munidos de pancartas y redoblantes, cronistas de prensa tomando apuntes del suceso, y policías de la comisaría cercana cuya orden es resguardar la integridad del asfalto; por lo alto flamea una tela blanca punteada con letras de borde cuadrado en tono azul. La manifestación tensiona un equilibrio frágil contra el espacio disponible, la circulación de autos mantiene su curso normal.
La escena sintetiza y expone un lienzo mayor. Con el gobierno de Milei se terminaron los cortes de calle. Esa metodología de acción tuvo su precuela cercana fuera del casco urbano durante la primera gran ofensiva neoliberal post Dictadura. Los piquetes -ícono de la bronca social en los 90-, bien articulados y masivos lograron propósitos mensurables como alcanzar impacto mediático y pellizcar el estado de calma social en tiempos de ajuste, la pretendida zona de confort para los actores económicos concentrados.
Una antropología política sobre el devenir de la desobediencia del pueblo argentino -ya sea en sus instancias organizadas, o de forma silvestre-, haría observar que ha emergido una nueva subjetividad política, más calma, con menos furia y coraje. De forma provocativa, el consultor Raúl Timerman hacía referencia semanas atrás en la red X semanas a la citada calma chicha callejera: “¿Qué está pasando? Participa más gente en el acampe en @olgaenvivo para conseguir entradas para el Cris Morena Day, que en las protestas sociales”.
¿Por qué no emergen, ahora, líderes como Norma Pla y el “Perro” Santillán, referentes sociales que lograron desbordar con imaginación y rebeldía las otroras perimetrales impuestas contra la protesta? A inicios de año, en los debates televisivos, pero también en la sobremesa de los argentinos, se imponía un vaticinio: Milei no perdura.
Comenzó a gastarse una fantasía, en algún momento, alguien, o algunos, van a prender las primeras chispas. Alguien, o algunos, saltarán los molinetes para rechazar el aumento del transporte. Alguien, o algunos, irán a las esquinas de sus barrios con sus enseres de cocina para batir la música del 2001.
Con el correr de los meses de la era Milei -mientras sus voceros escupen la memoria de nuestros héroes populares como Maradona o los desaparecidos de la dictadura genocida, clausuran ministerios, cancelan programas de salud pública e instrumentan el ajuste más cruento en más de 40 años-, el mencionado vaticinio se va apagando. Ni piquetes, ni cacerolazos, pocas movilizaciones masivas, y si las hay, reprimidas a mansalva para que el miedo quede flotando en el aire.
Repliegue, espera, ¿por qué una buena porción de la ciudadanía se aferra a las promesas heladas de Milei? ¿por qué los sindicatos y las organizaciones sociales morigeran su accionar? ¿dónde está la bravura?
El oído sobre el piso
Martín Rodríguez, frontman de la revista digital Panamá, advierte que se necesita tiempo para contestar las preguntas precedentes: “Tengo una sensación de que no se puede responder rápido. La baja conflictividad por ahora es más de índole política, que social. El gran llamado de atención de la calle fue con la cuestión universitaria, porque el ataque a la educación hizo saltar incluso apoyos de gente que votó a Milei y se sintió amenazada con el recorte porque transita el sistema universitario. El protocolo anti piquetes es básicamente un protocolo anti morochos. Y en la marcha universitaria lo que hubo fue una multitud completa”.
“Que Milei pueda ajustar el gasto público, cerrar organismos y que eso se materialice sin tanto conflicto tal vez deba emerger una pregunta sobre qué piensa la gente que es la casta. Pero, esta es la foto a ocho meses de iniciado. Vamos a ver qué pasa si el impacto del ajuste se sigue extendiendo. Por ahora, la foto es de baja conflictividad, no estoy seguro de que sea la película completa. Los sindicatos, la Iglesia y los movimientos sociales están con el oído en el piso. Y, en tal caso, que haya conflictividad no significará una derrota total del gobierno sino una apuesta aún más cruda a gobernarnos en la fragmentación”, complementa el también columnista del canal de stream Gelatina.
Por último, Rodríguez advierte que: “no sé si todo el peronismo está leyendo este momento de la sociedad, además el peronismo es hoy una constelación de sectores. Hay responsables sindicales, sociales, municipales, que lidian con los efectos inmediatos y no pueden tanto subir a la montaña. Lo que sí diría es que, en líneas generales, el peronismo está completamente obligado a leer el momento de la sociedad si quiere ganar las elecciones, pero, sobre todo, si quiere gobernar. Además, también cobra evidencia que las recetas anteriores que aseguraban que si el dirigente enuncia palabras como derechos, Estado, público, por arte de magia se consagra un sentido común, están perimidas”.
Palos sin zanahorias
Ana Natalucci, investigadora del Conicet, explica la calma callejera a partir del efecto disciplinador que ha generado la doctrina Bullrich: “Al inicio del gobierno Milei, apenas puso en práctica un ataque de magnitud de los sectores dominantes contra las clases populares, hubo protestas muy articuladas, que no expresaban a un sector en particular. A su vez, el protocolo antipiquetes y su aplicación durante el debate parlamentario de la Ley Bases, me parece que sí tuvo un efecto disciplinador sobre las organizaciones porque ha logrado transmitir el mensaje de que movilizar tiene un costo, que puede ser muy caro, como fue la detención de 40 personas durante muchos días y bajo la imputación de delitos muy graves. Entonces, hay desde arriba un disciplinamiento que está funcionando”.
A diferencia de otras temporadas políticas de gobiernos regidos bajo un signo neoliberal, Natalucci describe al mileísmo como una administración novedosa, ya que no promete nada a los interlocutores sociales: “En la relación con el gobierno macrista lo que cambió es que, a diferencia de otras administraciones de derecha, el gobierno nacional no cuenta con una ventana negociadora. Lo único que activa son palos, y nada de planes. Están parados en una política represiva muy fuerte, de criminalización de la protesta. Hay una reducción drástica de todos los espacios de negociación, y eso dificulta la movilización. Las organizaciones sociales sólo asumen costos, y pocos beneficios, poniendo en marcha una estrategia de movilización”.
El pasado
Diego Sztulwark, integrante del sello Tinta Limón Ediciones y columnista en Radio Madres, cree que el estado de desmovilización social viene gestándose de forma persistente los últimos años: “Parece haberse roto la lógica entre el nivel de ajuste y la falta de reacción popular. No creo que esto se deba solo a la política represiva impuesta por Patricia Bullrich. Este estado de desmovilización viene de mucho antes, no le atribuyó a la ministra de Seguridad la capacidad de regular el conflicto social. La destrucción de la movilización es previa, la política del gobierno anterior también incidió en dicha situación”.
Por último, Sztulwark explica que: “Milei representa un momento de hartazgo extendido con el bipartidismo político de Unión por la Patria y Juntos por el Cambio. Además, pudo avanzar porque la clase trabajadora viene ultra fragmentada en términos organizativos. También prima una visión crítica mayoritaria de la sociedad con respecto al gobierno anterior. Por último, es indudable que la nueva configuración del capitalismo, más descentrada, y articulada con dispositivos como las redes sociales y la Inteligencia Artificial, permite que haya mecanismos de amenaza al pueblo más dúctiles”.