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Nota publicada el 23 / 07 / 2025

La extorsión de la realpolitik

El realismo capitalista ha corroído la imaginación y la discusión política. La incapacidad de imaginar futuros posibles emancipadores restringe los contornos de la agenda de nuestros dirigentes y funcionarios.

Por Esteban Rodríguez Alzueta– Docente e investigador de las unidades académicas públicas UNQ y UNLP, columnista de la revista como ensayista político.

Ilustra: Martín Kovensky– Artista argentino, publicó el libro “Limbo”, incursión interdisciplinaria sobre la crisis del 2001. Sus trabajos fueron publicados por diversos medios, desde la revista Cerdos y Peces hasta La Nación.

Fredric Jameson decía que era más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo. Una frase formulada después de la caída del Muro de Berlín pero también a la vista de los realineamientos de los progresismos. La frase de Jameson es implacable y provocadora, y nos dice dos cosas al mismo tiempo. Por un lado, nos habla del triunfo del neoliberalismo, fase superior del capitalismo tardío. Por el otro, certifica la incapacidad de las izquierdas en general para estar a la altura de los desafíos que implica la escena contemporánea.

La famosa consigna de Margaret Thatcher “no hay alternativa”, una frase que se popularizó hasta transformarse en un acrónimo, TINA (“There is no alternative”), fue la mejor síntesis de los ánimos que comenzaban a colonizar el espíritu de la época que más tarde conoceríamos como “pensamiento único”.

La máxima tatcheriana fue luego retomada por Francis Fukuyama con la fórmula “fin de la historia”, empleada en su best seller El fin de la historia y el último hombre que, en la década de los 90, dio lugar a innumerables discusiones políticas y académicas. No vamos a volver  sobre aquellos debates, simplemente nos interesa señalar que las categorías mencionadas captaban sensaciones encontradas pero complementarias. No solo el triunfalismo exitista de las élites neoliberales, sino el derrotismo pesimista que campeaba en gran parte de la izquierda liberal. 

Tras la implosión de la URSS pero también ante el fracaso del Mayo Francés, las contraculturas y los movimientos revolucionarios, el neoliberalismo se autopostuló como una creencia gloriosa. El sentimiento de que ya no hay nada nuevo después del capitalismo, de que estamos ante el fin de una larga historia que atravesaba todo el siglo XX.

No hay futuro

“No hay vuelta atrás” pero, además, “no hay futuro”. Son consignas que clausuran el tiempo. De nada sirve la memoria, pero tampoco la esperanza. Lo único que nos queda es recostarnos en el presente y decorar la casa, hacer malabares para cuidar el trabajo y hacer un viaje a Miami que compense la falta de horizontes. Aferrarse a los hijos y comprarse una mascota, electrodomesticarse y cambiar el auto, encerrarse a ver una serie en Netflix o ir a la cancha; eso sí, cruzar los dedos para conservar la salud, apuntalarla con clases de yoga, psicología superyoica y mucho gym.

Lo único que nos queda es recostarnos en el presente y decorar la casa, hacer malabares para cuidar el trabajo y hacer un viaje a Miami que compense la falta de horizontes. Aferrarse a los hijos y comprarse una mascota, electrodomesticarse y cambiar el auto, encerrarse a ver una serie en Netflix o ir a la cancha.

Vivimos replegados en el presente: “siempre es hoy”, “no hay largo plazo”. Ni siquiera el consumo puede demorarse. Ya se sabe: compre hoy y pague mañana. El presente está financiado en cómodas cuotas. La falta de dinero no puede ser un obstáculo para salir a consumir.

Llevamos la vida que el capitalismo quiere: nos endeudamos y consumimos, todo sin chistar. Una vida dedicada al consumo y la diversión. La consigna es “a mal tiempo, buena cara”; es decir, “que no decaiga”. Vivimos la vida que el neoliberalismo necesita para revalorizarse: transformar los deseos en mercancías que nos encantan y distraen, llevar una vida tranquila sin reclamos ni sobresaltos.

En otras palabras, hay que aceptar con resignación o cinismo la realidad que nos tocó. Hacerse ilusiones es un pasaje directo a la depresión. Conviene limitar nuestras expectativas para controlar mejor los riesgos, y de paso obtener algunas mejoras, mantener vigilados nuestros peores excesos.

Seamos realistas

Tal vez haya sido Mark Fisher en su libro Realismo capitalista, publicado en 2016, uno de los pensadores que mejor captó el espíritu de la época tomado al mismo tiempo por el exitismo y la melancolía, por la incredulidad y la depresión. Fisher propuso la noción de “realismo capitalista” para nombrar el sentido común que estaba colonizado la época, permeando incluso las propias filas de las izquierdas que se prestaban a abandonar sus banderas y reacomodar sus narrativas.  

Ahora bien, ¿qué es el realismo capitalista? Para Fisher el “realismo capitalista” es más fácil de detectar que definir. Se lo descubre en la conversación cotidiana, en algunas frases hechas o clichés que se convirtieron en la contraseña social para surfear el presente. Vaya por caso “así es el mundo”; “que le vas a hacer”; “así son las cosas, no queda otra”.

Para Fisher el “realismo capitalista” es más fácil de detectar que definir. Se lo descubre en la conversación cotidiana, en algunas frases hechas o clichés que se convirtieron en la contraseña social para surfear el presente. Vaya por caso “así es el mundo”; “que le vas a hacer”; “así son las cosas, no queda otra”.

El realismo capitalista hace alusión a un nuevo estado de ánimo, pero también a una nueva actitud frente a los fenómenos con los que nos medimos todos los días.  

Realismo capitalista describe la sensación generalizada de que no solo el capitalismo es el único sistema económico y político viable, sino que ahora es imposible imaginar una alternativa; por tanto, lo único que nos queda es adaptarnos o acomodarnos a él. El realismo perfila una atmósfera anímica que no solo bloquea cualquier discusión, sino que desactiva la imaginación. 

El realismo capitalista es el límite imaginario de nuestro pensamiento. De ahora en más todas las críticas deben hacerse dentro de este marco. Y cualquiera que proponga jugar en posición adelantada, que se corra de los límites que imponen la vidriera y el televisor, será objeto de burla y no será tomado en serio, correrá el riesgo de ser amonestado, marginado o excluido.

El realismo impone límites inmediatos a la conversación pública que, con el paso de los años, se han ido corriendo cada vez más, estrechando nuestra crítica hasta convertirla en un meme que invita a la risa y la indignación, al comentario efímero y la resignación. Sin ir más lejos, hasta hace unos años se nos decía que podemos agrandar o achicar el Estado, pero los modos de producción seguirán siendo capitalistas.

La expansión de la realpolitik

El realismo capitalista se extendió no solo en la sociedad como una espesa mancha negra de petróleo que se derrama y esparce lentamente, contaminando toda la atmósfera ideológica, sino también entre los dirigentes y militantes asumiendo la forma de realpolitik. No solo entre los conservadores y neoliberales, sino entre las propias filas progresistas y la izquierda cultural.

La reapolitik es una categoría que desbordó las relaciones internacionales para usarse hoy día para pensar la política local. Detrás de la realpolitik están Aristóteles, Maquiavelo, Bismarck o Churchill que insistieron que la política es el arte de lo posible. Una fórmula que hace referencia a las dificultades con las que se miden los políticos, donde los objetivos parecen inalcanzables, contradictorios o complejos, y se subordinan a las contingencias, donde los deseos chocan contra esa pared que conocemos con el nombre de “realidad”, la realidad pura y dura.

La realpolitik se convirtió, por un lado, en el mejor fundamento para justificar los realineamientos políticos, los desplazamientos de los dirigentes hacia posturas contrarias a las trayectorias históricas de sus partidos y, por el otro, en el chantaje moral que los dirigentes comenzaron a ensayar sobre sus propios seguidores: “si no hacemos tal cosa o decimos tal otra, le estaremos haciendo el juego a la derecha”. 

Frases destinadas a imponer el silencio entre sus bases, que patean la discusión para tiempos mejores, cuando ya sea demasiado tarde para la autocrítica y volver atrás, y tengamos que atenernos a nuevos chantajes. Para estos dirigentes conviene quedarse quietos y hacer la plancha, siempre en silencio, en todo caso aplaudir y corear algún que otro estribillo que sepamos todos, pero siempre tratando de acomodarnos a las cosas.  

En efecto, con la reducción de la política al “arte de lo posible” se busca justificar la profesionalización de la política que, dueña de una visión estrecha pero realista y pragmática sobre las cosas, prioriza la adaptación de la gestión a las circunstancias y la búsqueda de soluciones prácticas, aunque sean limitadas y, a veces, muy limitadas, cuando no meramente acomodaticias. Una perspectiva que, en lugar de perseguir los ideales colectivos inalcanzables, se va a limitar a la caja chica, y centrarse en lo que cada funcionario puede alcanzar en el corto plazo para llegar a las próximas elecciones.

El realismo capitalista nos habla del agotamiento, pero también de la esterilidad de la política. La aceptación realista es el único juego que podemos jugar. Acaso por eso mismo los funcionarios tampoco pueden salir del coyunturalismo y se dedican al bacheo electoral. Dadas las condiciones existentes lo único que podemos hacer es perpetuarse individualmente en una carrera política a la espera de su oportunidad.  

La política no es lo que nosotros queremos sino lo que ellos pueden, y lo que pueden es algo que ya no nos incumbe. Solo el trazo grueso será objeto de un escrutinio que llegará cada cuatro años, después, la letra chica, permanecerá fuera del alcance, no será de nuestra incumbencia.

Funcionarios que funcionen

El conflicto entre las visiones ideológicas de los distintos partidos quedó sustituido por la colaboración entre los tecnócratas expertos de las distintas expresiones. Saben que los desgastes que asumen las gestiones imponen la rotación de los partidos que continuarán con las tareas que quedaron pendientes. Algunos compensarán la agenda económica neoliberal con una agenda cultural progresista y multicultural destinada a las minorías. Pero, tarde o temprano, al igual que sus predecesores habrán agotado la credibilidad y empujado a la sociedad un poco más a la derecha.

El conflicto entre las visiones ideológicas de los distintos partidos quedó sustituido por la colaboración entre los tecnócratas expertos de las distintas expresiones. Saben que los desgastes que asumen las gestiones imponen la rotación de los partidos que continuarán con las tareas que quedaron pendientes.

Slavoj Zizek, en el libro En defensa de la intolerancia, llamó post-política a este proceso por el cual los partidos abandonan las viejas divisiones ideológicas para concentrarse en “resolver las nuevas problemáticas provistos de la necesaria competencia del experto y deliberando libremente en función de necesidades y exigencias puntuales de la gente.” Y cita un viejo lema de Deng Xiaoping de los años sesenta: “Poco importa si el gato es blanco o rojo, con tal de que case ratones”. 

Esta fue la actitud que tomaron los partidos progresistas durante el capitalismo tardío: “prescindir de los prejuicios y aplicar las buenas ideas, vengan de donde vengan (ideológicamente)”. Pero, ¿cuáles son esas buenas ideas? “La respuesta es obvia -dice Zizek-: las que funcionan”. Por eso, dice Zizek: “ya no se trata de modificar el contexto que determina el funcionamiento de las cosas, sino cualquier cosa que funcione en el contexto de las relaciones existentes”. 

Dicho de otra manera: decir que las buenas ideas son las que funcionan significa aceptar de antemano la agenda y recetas neoliberales que establecen qué puede funcionar y hacerlo calladitos la boca, sin poner palos en la rueda. Solo encarando esas reformas de manera urgente el mercado estará en condiciones de seguir expandiéndose. Las crisis recurrentes imponen una mirada realista que clausura el debate público y la movilización callejera.    

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