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Nota publicada el 02 / 06 / 2023

Tramitar democráticamente el odio

Reproche judicial y comprensión política como formas de resolver uno de los fenómenos característicos de nuestra época

Por Esteban Rodríguez Alzueta*

No hay democracia sin discusiones ni polémicas. Son necesarias para decidir entre todos y todas cómo queremos vivir. No me refiero solamente a los debates parlamentarios sino a las discusiones que cada uno de nosotros mantiene todos los días en los pasillos de la facultad, en la cola de un banco, en la oficina o en internet. 

No es cierto que el pueblo no delibera y gobierna sino a través de sus representantes. La democracia es un debate hecho con muchos debates. El debate parlamentario es un resumen o debería ser la síntesis de todas las discusiones que tenemos diariamente. De modo que las discusiones y debates, para que sean democráticos, tienen que ser abiertos, desinhibidos y vigorosos. 

El problema es que a veces los debates y las discusiones pueden volverse demasiado abiertos, desinhibidos y vigorosos. Es decir, las palabras pueden volverse severas y violentas. ¿Qué hacer en esos casos?

Las espirales de odio

Sabemos que “la palabra perro no muerde”, pero a veces, hay palabras filosas que pueden sacarnos el apetito y ponernos los pelos de punta; palabras que se sienten como una punzada en la boca del estómago. Hablamos, sobre todo, de aquellas que impactan en la identidad de los individuos, que devalúan su subjetividad y agreden la dignidad de las personas. Que llegan con una cuota evidente de odio. 

Uno de los fenómenos que caracteriza a la época son los discursos de odio . El sociólogo Francois Dubet dice que estamos en una época regada con pasiones tristes, tomadas por las pasiones bajas; que estamos siendo asediados por el resentimiento, la envidia, la amargura, el asco, la ira y el odio. Las emociones –agrega el sociólogo y economista político William Davies en el libro Estados nerviosos, se han ido adueñando de la sociedad. 

Me inclino a pensar que el problema no es tanto el odio, sino, por un lado, el aplazamiento del odio, la disposición a guardar el odio en bancos de odio. Y, por el otro, su puesta en circulación, la movilización que puede hacerse de esos bancos de odio a partir de cualquier detonante ideológico o religioso. El problema es que alguien manipule el odio y se vuelva escrache, linchamiento o tentativa de linchamiento, quemas o destrozamiento intencionado de viviendas con la posterior deportación de grupos familiares enteros del barrio, pueda volverse vindicación o justicia por mano propia, cancelación, magnicidio. No estoy equiparando los eventos, solo estoy señalando las múltiples formas que puede asumir la movilización del odio.  

El problema de nuestro tiempo, entonces, no son las “espirales de silencio”, sino las espirales de odio: la gente suele dejarse tomar y llevar por el odio, es arrebatada y arrastrada por el odio que no desactivamos o elegimos no desactivar. 

En otras palabras: el problema es cuando el odio se dispone para generar más odio, el odio que alimentamos con la cultura de la queja, la indignación constante y la victimización demagógica. Porque a diferencia del resentimiento, que no se deja ver fácilmente, el odio, para que se reproduzca y expanda, tiene que hacerse público. Por eso el odio crece y circula por doquier, dejándose entrever en los comentarios de lectores en los portales de internet, esa cloaca putrefacta habilitada para volcar la ira. Se averigua también en los llamados de los oyentes que luego se usan como separadores radiales, permitiéndole al periodista subir la apuesta de lo que vienen diciendo; en los posteos en IG o las provocaciones en el microblogueo de Twitter; en los pelotones de fusilamiento moral que se ensayan en los muros de FB; en las bravatas del periodista estrella que, amparándose en la libertad de prensa cree que tiene patente de corso para decir lo que quiere y siente, sin rendir cuentas a nadie más que a su conciencia; en los memes que circulan por las redes sociales, cuya autoría desconocemos completamente.

 

Qué hacer

Las preguntas que nos venimos haciendo desde hace unos años son las siguientes: ¿Qué hacer con los discursos de odio?  Algunos pretenden leer los discursos de odio con el Código Penal en la mano, por eso la pregunta que suelen hacerse es la siguiente: ¿cuál es la cantidad de reproche que se necesita para desalentar estas narrativas? En una época tomada por el correccionismo político y lo políticamente correcto, la cancelación cultural y la criminalización de las expresiones son una gran tentación. Es decir, en una época llena de eufemismos somos muy propensos a concluir que la palabra perro muerde y por eso hay que sacarla de los libros y los discos, tacharla del vocabulario cotidiano, eludir en las series de televisión, proscribirla. Más aún en sociedades como la nuestra, donde hace rato que la vida y la política se han ido judicializando como forma de tramitar los malentendidos o conflictos.

Acá diferenciaría entre la palabra de los ciudadanos en general y la de los funcionarios. Porque no siempre tienen las mismas repercusiones: La palabra de los ciudadanos tiende a ser meramente descriptiva, por lo menos prima facie. En cambio, la palabra de los funcionarios es performática. James Austen nos enseñó que hay personas, entre ellos los funcionarios (funcionarios, legisladores, agentes policías, fiscales, jueces), que pueden hacer cosas con palabras: sus opiniones no son meras opiniones, producen efectos de realidad. 

No es lo mismo que la frase “a esos negros de mierdas hay que matarlos a todos”, “muerte a la yegua”, la diga un taxista al pasajero o un profesor en la facultad frente a sus alumnos, que lo haga un importante funcionario o dirigente político amparándose o no en los fueros o la legitimidad que tengan.

También es importante reponer el contexto o las circunstancias donde se dijeron esas palabras. No todo es lo mismo, no todas las situaciones pueden ser equiparables o intercambiables entre sí. 

Así y todo, me apresuro a decir que esas palabras performáticas no convierten el discurso de odio en una apología de la violencia. Enseguida volveré sobre esta cuestión. 

Pero la pregunta que sigue picando es la siguiente: ¿Qué hacemos con frases como “zurdos de mierda”, “viva el cáncer”, “muerte al macho”, “hay que extirpar a la casta política”? ¿Qué hacemos con la crítica antisistema y los discursos de odio? ¿Tenemos que censurarlos? ¿Tenemos que cancelarlos? Estas preguntas tienen dos tipos de respuestas. Una jurídica y otra política, veamos. 

El reproche judicial: la censura a posteriori

Como señala el jurista Owen Fiss, haciéndose eco de la jurisprudencia de la Corte Suprema de los EEUU, no hay que confundir la mera apología con la incitación a la violencia. Solo corresponde castigar la apología del uso de la fuerza cuando se trata de una incitación a la violencia, pero no cuando se trata de una mera apología. 

Y para que se configure la incitación tienen que darse tres requisitos: Primero: el discurso de odio o incitación tiene que estar dirigida a alguien concreto; segundo: su realización tiene que ser probable; y tercero: la expresión tiene que ser además cercana o inminente en el tiempo al acto de la violencia. En otras palabras: el peligro tiene que ser claro y actual. Ausente esta amenaza, sólo se trataría de una mera apología y está protegida por nuestras constituciones en el derecho a la libertad de expresión.  

No basta la intención para castigar al orador. Toda apología es intencional. Quien postea en las redes hace una afirmación buscando provocar un resultado. Sin embargo, como dice Fiss, la incitación no puede definirse solamente por la intencionalidad. Para que sean reprochables sus palabras, judicialmente hablando, tienen que darse estos tres requisitos. 

Por eso, los políticos o militantes antes de reclamarle al Estado apresurarse a castigar la expresión deberían pedirle probar la incitación. Si queremos mantener la vitalidad del debate público, debemos recordar que la violencia de la que estamos hablando requiere un ataque físico actual y no lo meramente ofensivo ni incluso el daño moral. 

Conviene tomar en serio el consejo que nos da Owen Fiss en su libro Democracia y disenso: “Los funcionarios encargados de hacer cumplir la ley deben ser prudentes. No deben asumir que cada llamamiento a la violencia producirá una cultura de violencia”. Y agrega: “La paz no siempre puede ser asegurada por el sistema jurídico a través del castigo del asesinato o su tentativa. Por lo tanto, en ciertas ocasiones, el derecho puede ir también contra el agitador, quien debería ser responsabilizado por la apología –no por el acto de violencia en sí–. Castigar la apología del uso de la fuerza podría ser un método eficaz para evitar que la cultura de la violencia se arraigue o produzca víctimas. Ocasionalmente, podría relevar a las autoridades de llevar a cabo detenciones masivas, o al menos facilitarle la tarea, dado que por cada orador puede haber cientos de ejecutantes.”

La comprensión política: traducción y dirección

Ahora bien, ¿Cómo reconciliar el compromiso constitucional que demanda la libertad de expresión con los debates robustos? ¿Debemos indignarnos? La indignación es uno de los deportes favoritos de la opinión pública. La indignación no abre espacios de discusión, sino que tiende a clausurarlos. Como la indignación nos lleva a sobreestimar al otro, a dramatizar la palabra del otro, nos lleva a adoptar interpretaciones pánicas, exageradas, que no guardan proporción con la realidad. Lejos de abrir un ámbito para el intercambio de opiniones, la indignación nos cierra sobre nuestras emociones. 

¿Tenemos que divertirnos? El cinismo, dijo Peter Sloterdijk, es otro de los deportes preferidos en las sociedades contemporáneas vertebradas a través de los medios de comunicación. Aquello que nos disgusta lo transformamos en un meme y nos ponemos a reír. Así, subestimamos al otro, minimizamos sus consecuencias y no discutimos en serio.  

Por mi parte, sostengo que a los discursos del odio hay que desentrañarlos. Qué significa desentrañar: llenarlos de sentido, traducirlos, comprenderlos. Para decirlo parafraseando a Perón: La política aborrece el vacío, si a las emociones no se las desentraña y se las llena pronto de sentido, otro lo hará, y después andá a cantarle a Gardel. En otras palabras: si vos no interpretas la demanda emotiva de la sociedad, después vendrán los grandes medios y las redes, y hablarán de “hartazgo social”, de que “la gente está harta”. Es decir, averiguar la demanda que encierran, traducirla, procesarla políticamente, para desactivarlos y redirigirlos. 

En definitiva, tanto la censura judicial como la cancelación cultural solo contribuyen a esconder los problemas debajo de la alfombra. Siempre es preferible que estos discursos estén en la superficie, que todos conozcamos sus nombres, sepamos por dónde se mueven, a qué público interpelan. 

Entonces, “la palabra perro no muerde”, lo que muerde es lo que llega detrás, cuando todos empezamos a decir ¡guauuu! Porque sabemos que no hay agresión sin degradación, no hay guerra de policía sin narrativas que deshumanizan o desciudadanizan, es decir, que nos vuelven un monstruo. Por eso no debemos subestimar las degradaciones, pero tampoco escandalizarse con ellas. Conviene estar alerta y desentrañarlas, pero sin que ello implique ejercer la censura. 

Como aconsejaba Owen Fiss: no hay que apresurarse a condenar (silenciar o cancelar) la crítica antisistema. No toda la crítica radical o violenta al statu quo, venga por izquierda o por derecha, implica una exhortación a la violencia. “En una democracia, ninguna idea es herejía”, por más hostil sea esta. “Nuestro objetivo no solo es simplemente sobrevivir, sino el de sobrevivir como una democracia”.  
*Docente e investigador de la Universidad Nacional de Quilmes y la Universidad Nacional de La Plata. Director del LESyC y la revista Cuestiones Criminales. Autor entre otros libros de Temor y control, La máquina de la inseguridad,Vecinocracia: olfato social y linchamientos,Yuta: el verdugueo policial desde la perspectiva juvenil y Prudencialismo: el gobierno de la prevención.

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