Apuntes para pensar la protesta social en un país corrido a la derecha
Por Esteban Rodríguez Alzueta (*)
Fotos: Ariel Valeri.
Los procesos políticos y sociales nunca son lineales, están hechos de marchas y contramarchas. Lo que en determinado momento resultó virtuoso para estar en la calle, abrir espacios de libertad y discusión colectiva, en otro momento puede ser contraproducente. Eso no significa que tengamos que echar al fuego esas herramientas provisorias. La política está tomada por la contingencia y conviene tener siempre a mano los distintos repertorios de acción colectivas, nunca sabremos cuando tengamos que apelar otra vez a ellos.
No debe sorprendernos volver sobre palabras cuyo sentido, creíamos, formaban parte del sentido común. Los cambios de los pueblos son lentos, y a veces muy lentos. Por eso conviene desempolvar viejos apuntes que alguna vez escribimos para acompañar la protesta social. En un país corrido a la derecha, tomado por pasiones tristes que desautorizan las discusiones públicas, conviene insistir sobre los sentidos que promete la protesta a la democracia.
Libertad de expresión y activismo cívico
Todos sabemos que la democracia es el gobierno del pueblo. Esto es, para debatir y decidir entre todos y todas cómo queremos vivir juntos necesitamos acuerdos, pero también desacuerdos. La democracia está hecha de confianza, pero también de saludables dosis de desconfianza. Más aún en sociedades como las nuestras, que vienen atravesando crisis de representación recurrentes o de larga duración. Ya lo dijo el intelectual francés Pierre Rosanvallon: no hay democracia sin contra-democracia. A través de las elecciones los ciudadanos expresarán sus votos de confianza, pero a través de la protesta social, manifestarán su desconfianza. El voto nunca es un cheque en blanco, siempre habrá una reserva de desconfianza para ejercer el pataleo cuando sea necesario. Quiero decir, la democracia no es la oportunidad de decir Sí, sino la posibilidad de decir No. Para poder funcionar la democracia necesita construir consensos, pero también la oportunidad de presentar y tramitar los disensos que sean necesarios.
Para que los ciudadanos podamos decidir cómo queremos vivir juntos necesitamos dos cosas. Primero, del activismo cívico. Los ciudadanos debemos comprometernos en las discusiones colectivas, participar en la vida cívica. No solo hay que seguir los debates por televisión y las redes sociales, sino participar en las discusiones cotidianas. Una tarea muchas veces desalentadora, sobre todo cuando la política se reduce a la mesa chica y a la rosca.
En segundo lugar, necesitamos expresarnos libremente. No hay democracia sin libertad de expresión. Todos y todas tenemos que poder manifestar nuestras opiniones y escuchar las ajenas. No solo queremos repetir nuestras opiniones sino oír lo que el otro piensa. Queremos no solo afirmar, sino reflexionar en conjunto. Otra tarea a veces desalentada con los discursos de odio, pero también con los chantajes morales del estilo “no se puede decir tal cosa porque le hacemos el juego a la derecha”, o “los trapitos sucios se limpian en casa”. La falta de autocrítica y la autocompasión de la militancia, el núcleo duro que juega a la obediencia a la “línea correcta”, ha contribuido también a clausurar los debates, a generar mucha desilusión y bronca.
Por supuesto que para poder participar y expresarnos libremente, necesitamos ejercer otros derechos, sin los cuales aquello sería imposible, a saber: el derecho a circular libremente, el derecho a la reunión, y el derecho a la organización.
Cajas de resonancia
Nuestra Constitución Nacional (CN) prevé varios mecanismos para expresarnos activamente. Por un lado, el sufragio electoral: Cada dos o cuatro años, los ciudadanos serán convocados a manifestar sus opiniones sobre las propuestas principales de los candidatos. Pero conviene no sobreestimar las capacidades expresivas del voto. Más aún en sociedades que se miden con muchos y complejos problemas de distinto tipo. Por ejemplo, si mi hijo está desnutrido yo no puedo esperar a las próximas elecciones para presentar mi demanda. Tengo que tener la oportunidad de hacerlo en cualquier momento, de lo contrario, las situaciones se agravarían considerablemente.
Eso por un lado, porque hay que tener en cuenta además que los debates electorales suelen centrarse sobre determinadas cuestiones, sólo se discute el trazo grueso de los candidatos. La letra chica se patea para adelante, merecerá otros debates. Para ponerlo con otro ejemplo: cinco personas votaron al mismo candidato, pero las cinco lo hicieron por razones distintas. ¿Cuándo se discute el trazo fino? ¿Por dónde empezar? ¿Cuáles son las prioridades? Y, sobre todo: ¿cuándo se presentaron los problemas que no formaban parte de la coyuntura electoral? Más aún, ¿qué lugar tienen las razones que agruparon a los otros candidatos? Acotar la democracia al sufragio electoral puede producir un déficit de representación que puede contribuir a agravar la conflictividad social y la crisis de representación.
Por eso la CN, ofrece otras formas para expresarnos y comprometernos. Por empezar, nos dice que todos podemos publicar nuestras ideas sin censura previa. La libertad de prensa es un derecho fundamental para expresarnos libremente. No hay democracia sin libertad de prensa. Siempre podemos recurrir al periodismo para que le ponga un megáfono a nuestro problema.
Pero tampoco debemos hacernos muchas ilusiones. Cuando la comunicación pública se organiza a través del mercado, van a tener más probabilidades de llegar más lejos y a más personas aquellos que tienen más recursos económicos. Peor aún, en sociedades tomadas por los algoritmos, cuando nos las pasamos hablando exclusivamente a nuestros seguidores, para la hinchada que supimos reclutar, entonces, las demandas no llegarán muy lejos, no logran trascender el propio cerco.
Frente a estos obstáculos, los ciudadanos no tienen que aceptar con resignación lo que les tocó. La CN prevé otra forma para que puedan expresarse: la protesta social. Un mecanismo que hay que buscarlo en el derecho a la huelga, pero también en el derecho a peticionar a las autoridades. Quiero decir, cuando no puedo esperar a las próximas elecciones para presentar mi demanda, pero tampoco la toma el periodismo o la desvirtúa o descontextualiza, todavía puedo protestar, esto es transformar el espacio público en un foro público, hacer de la calle una caja de resonancia. En una democracia, mal que le pese a los vecinos y televidentes, la calle no solo es un espacio de circulación sino, sobre todo, un espacio de encuentro. A través de las movilizaciones o concentraciones en espacios públicos, los acampes o rondas en las plazas, las tomas de edificios públicos, la ocupación de espacios privados, a través de los piquetes o cortes de ruta, las marcha-caminata, los ciudadanos pueden poner de manifiesto sus problemas. Por eso se ha dicho también que no hay democracia sin protesta social.
Un debate hecho con muchos debates
Ahora bien, no se nos escapa que las protestas sociales producen una serie de contratiempos para el resto de los ciudadanos. Es muy común escuchar a los periodistas estrellas pontificar: “vos tenes derecho a protestar, pero yo a circular”. Es una forma absurda de plantear el problema, porque yo podría decirle al periodista o al taxista indignado lo mismo: “Vos tendrás derecho a circular, pero yo a protestar”. Por eso, la pregunta que se impone no es cómo compatibilizar o equilibrar los derechos sino cómo salir del círculo vicioso.
Antes de responder la pregunta es necesario hacer otras aclaraciones previas. En primer lugar, la protesta social tiene un telón de fondo que no hay que perder de vista. Los ciudadanos que marchan hasta la puerta de un Ministerio no lo hicieron por capricho. Marcharon porque los funcionarios no atienden los teléfonos, o cuando contestan las llamadas no habilitan un encuentro, o cuando hacen las reuniones le sientan a un funcionario que no tiene capacidad de decidir nada. Es decir, tuvieron que acampar frente a las oficinas del ministro para que se hiciera la reunión con los funcionarios responsables. Quiero decir, hay una protesta antes de la protesta. Si la protesta ganó las calles en parte se debe a la impericia, la ceguera o el capricho de los funcionarios.
En segundo lugar, cuando los manifestantes están protestando no solo están peticionando a las autoridades sino interpelando al resto de la ciudadanía. Y esto es así porque en una democracia, como dijo alguna vez Hannah Arendt, los problemas del otro son también mi problema. Si yo estoy desocupado, la plata no me alcanza para vivir dignamente, o mi hijo necesita una operación para seguir viviendo, no es un problema mío con la autoridad de turno, pero… “no me molestes, arréglatelas con el funcionario que para eso lo votamos y pagamos los impuestos”. En una democracia de lo que se trata es de discutir y decidir entre todos cómo queremos vivir juntos. A lo mejor si estuviéramos en una dictadura, los problemas serían una cuestión exclusivamente para las autoridades, pero en una democracia, nos guste o no, si una persona está desocupada, también es mi problema.
En tercer lugar, no hay que acotar la democracia a la representación. Es cierto, la CN reza que “el pueblo no delibera ni gobierna sino a través de sus representantes”. Pero esta bonita frase fue escrita en el siglo XIX cuando la política no se había masificado, cuando los debates eran otro deporte exclusivo de las elites. Pero a medida que las multitudes empezaron a irrumpir en la política, se fueron organizando, los debates democráticos ya no empiezan ni terminan en las discusiones parlamentarias. En todo caso el Congreso es el lugar donde se producen -o deberían producirse- la síntesis de muchas otras discusiones que los ciudadanos fuimos dando cotidianamente no solo al movilizarnos sino cuando nos sorprendemos discutiendo con un vecino en la feria, o arriba del taxi con el chofer, en la cola del banco, en el pasillo de la facultad. Hay que pensar la democracia del siglo XXI con las movilizaciones del siglo XX, esto es, con la movilización de los trabajadores, campesinos, estudiantes, organizaciones de derechos humanos, desocupados, mujeres, y el precariado. La democracia contemporánea es un debate hecho con muchos debates.
Hay que reconocer que los partidos políticos suelen ser muy celosos y desconfiados de la movilización callejera porque intuyen que si la gente está en la calle es porque ellos están teniendo dificultades para agregar sus intereses.
El primer derecho
Finalmente, llegamos a la cuestión que había quedado pendiente: Para ello la CN tiene otra frase bonita que, a esta altura, merece ser corregida a la luz de la protesta social, y es la siguiente: “Todos los ciudadanos son iguales ante la ley”. Quiero decir, tal vez los ciudadanos tengan los mismos deberes, pero no todos tienen los mismos derechos. Puede ser que cuando miramos a los ciudadanos con la Constitución en la mano, nadie tiene coronita, somos todos iguales. Pero cuando la miramos con la historia que nos tocó, encontramos que los ciudadanos no son siempre el mismo ciudadano: en una sociedad capitalista, el mercado introduce una serie de distorsiones que el Estado tendría que corregir.
Quiero decir, hay ciudadanos que, por las particulares circunstancias en las que se encuentran, tienen más derechos que otros, necesitan de una especial atención y protección por parte del Estado. Esos derechos que necesitan, como el resto de los derechos que tienen todos los ciudadanos, no son regalos de navidad que encontramos alguna vez en el arbolito en la nochebuena. Son conquistas sociales, por tanto, la misma movilización que alguna vez fue necesaria para conquistar esos derechos es la movilización que van a necesitar para poder ejercerlos. Todos sabemos que de lo dicho al hecho hay un trecho, hay un proceso colectivo. Y digo “colectivo” porque no existe la Mujer Maravilla ni el Chapulín Colorado. No hay derechos sin organización colectiva. La misma organización que el gobierno actual busca demonizar, desintermediar, judicializar o reprimir.
En definitiva, el derecho a la protesta social es el primer derecho, es el derecho que llama a los otros derechos. Si yo no tengo la posibilidad de levantar la mano para decir “yo existo”, “tengo este problema”, “estoy desocupado” o “mi hijo necesita una medicación”, difícilmente podré ejercer el derecho al trabajo, el derecho a la alimentación, el derecho a la salud, y un largo etcétera de derechos que la CN nos promete. Por eso hemos dicho alguna vez que el derecho a la protesta social es el derecho a tener derechos. La protesta social amplifica la democracia.
*Docente e investigador de la Universidad Nacional de Quilmes y la Universidad Nacional de La Plata. Profesor de sociología del delito en la Especialización y Maestría en Criminología de la UNQ. Director del LESyC y la revista Cuestiones Criminales. Autor, entre otros libros, de Temor y control; La máquina de la inseguridad; Vecinocracia: olfato social y linchamientos,Yuta: el verdugueo policial desde la perspectiva juvenil,Prudencialismo: el gobierno de la prevención; La vejez oculta y Desarmar al pibe chorro. Coautor del Manual de derechos humanos El derecho a tener derechos.